Cuántico

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Cuántico

Por: Céline

Coge un paquete de cereales de la despensa, un brik de leche de soja, cae abatido en el pequeño sofá y – con la única taza que tiene a disposición en la sala – desayuna. Está todo en su sitio: el saco de boxeo colgado del techo, la batería vieja en un rincón, el mueble con algunos libros y documentos legales en carpetas, el colchón antiguo. Mira alrededor con apatía, con una atención gastada y rutinaria: ningún cambio de decoración, nada fuera de su lugar habitual. Comprueba, con un pequeño espejo de mano, su estado físico: no le ha salido ningún lunar, ninguna arruga que se intuya deseosa de aparecer, el pelo, exactamente igual. Acaba de desayuno, deja la taza de infancia que tenía guardada en la despensa, sucia. Ningún grifo en la habitación. Tampoco resulta necesario.

Instintiva, o más bien, mecánicamente, dobla el mango de la puerta de salida. Cerrada.

Enciende el ordenador, sin internet desde hace 26 años pero en perfecto funcionamiento. Se pone la música de siempre. «Suerte que me descargué mucha», se anima cada día en voz baja. No sabe qué pasó. Solo sabe que cuando mira por la única ventana de la habitación, el inexistente afuera solo le devuelve una negrura espacial. Y que la puerta, desde ese día, está cerrada. También sabe que cada día, al levantarse por la mañana, todo está exactamente igual que el día anterior: la comida de la despensa se ha regenerado, y los productos están en el mismo estado y en la misma posición que en las 24 horas anteriores. Y que cualquier movimiento de mobiliario es automáticamente emplazado a su ubicación original en el mismo periodo. En vano resultaron los intentos de esconder botones, chinchetas y papeletas, en una fútil tentativa de conocer algo de ese misterio: ¿Quiénes eran los que lo habían encarcelado allí? ¿Por qué el tiempo no pasaba? ¿Cómo era posible una regeneración diaria de un estado determinado de eventos, día tras día, hasta sumar 26 años? Por supuesto, él no era un factor ajeno ni especial en el proceso. Después de 26 años, su aspecto seguía siendo el de un chico de 24. Cada noche, al caer de agotamiento o de acedía en el sofá – a veces, escogía el colchón viejo despertaba en las mismas condiciones: ni un pelo en la barba, ni una mancha en la camisa, ni siquiera unas incipientes ojeras de haber dormido poco. Lo único que flotaba, como una flor de loto, por encima de aquella perenne repetición, era su memoria. Llevaba el recuento de días en el ordenador. ¡Menos mal del ordenador! Había algunos juegos de cartas, de ajedrez, música y los archivos. Los archivos que le hubieran salvado la vida, si no fuera porque le era imposible quitársela. Por supuesto que lo había intentado: estrangulándose con la cuerda que sujetaba el saco de boxeo, cortándose con los platos de la batería. Inútilmente: al perder la conciencia, despertaba a un nuevo e inacabable ciclo más. Los archivos, decíamos, eran lo que le daba continuidad, el ligero y minúsculo impulso que le llevaba a intentar, cada día, abrir la puerta, observar la ventana, mirar si se había restablecido la conexión a Internet. Los archivos con fotografías y vídeos de las salidas con los amigos, las comidas de familia, de las excursiones con Marta. Y los libros. Los libros que leía y releía, y cuando terminaba el último, el olvido – gentileza de la eternidad- provocaba que ya no recordara con exactitud de qué iba el primero, gestándose así el nacimiento de una huelga curiosidad, de un pequeño estímulo evasivo, que le permitiera sobrellevar con más serenidad el misterio durante unas horas. Justamente el último que ha olvidado, por enésima vez, era un pequeño tratado de divulgación científica, de Abhay Ashtekar, donde se hacía referencia al bucle de gravedad cuántico y a su posibilidad en nuestra dimensión.

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