Zoonosis

Zoonosis

Por: Rosalía Guerrero Jordán

El confinamiento me encontró recluida en casa, convaleciente de una operación de menisco, por lo que un principio me alegré: nadie iba a restregarme sus viajes estivales y sus fantásticas actividades de ocio mientras yo languidecía en casa. Además, hacía ya algún tiempo que tenía una historia revoloteando en mi cabeza pendiente de ser escrita. Así pues, contacté con mi amable y guapo vecino, que se había ofrecido a hacerme la compra semanal cuando se enteró de mi operación, y me dispuse a dejar que las musas me alcanzaran.

Las horas discurrían rápidas delante del teclado, y cuando la luz comenzaba a escasear en mi salón me asomaba a la ventana, en busca de vida humana real. Lo cierto es que mis personajes en ocasiones me estorbaban, y sentía el irremediable deseo de librarme de ellos. Pero a la vez me tenían atrapada: la historia fluía sola, como si mis dedos fueran solo un instrumento para librarse de la oscuridad. Mi idea original fue difuminándose hasta quedar apenas una sombra de ella.

La soledad es terrible incluso para quienes, como yo, tendemos a rehuir el contacto humano. Así, poco a poco me obsesioné con las personas que veía aplaudir cada tarde en sus balcones. Me fijaba en el pijama que llevaban puesto y en si se habían cambiado de ropa; calculaba el tiempo que debían dedicar a ducharse y lavarse los dientes; imaginaba las nuevas formas de relacionarse en una familia que nunca había estado tanto tiempo junta; temía por la mujer que ocultaba los moratones de su brazo cuando regaba sus plantas.

Tan absorta estaba con el vecindario que los fui incluyendo en mi novela sin darme cuenta. Aunque en realidad no fue exactamente así, pues se metieron sin mi permiso después de su “vuelo” y posterior transformación.

Esto va a resultar difícil de explicar. A veces pienso si perdí la cabeza, o si se trató más bien de mi calenturienta imaginación jugando conmigo. El caso es que comencé a padecer de insomnio. Con ayuda de la medicación conseguía caer en un sueño profundo sin memoria, del que despertaba en ocasiones antes del amanecer. Entonces, daba vueltas en la cama intentando volver a dormirme, sin conseguirlo. Ante tal situación irresoluble acababa delante del ordenador, dejando que la narración me usara para salir.

Hasta la madrugada en que escuché unos extraños ruidos en la calle, impropios de la hora intempestiva y del confinamiento de la población. Despacio, me asomé a mi propia ventana indiscreta para ver una bandada de murciélagos golpeando en el cristal de la mujer con el brazo amoratado. Salió, abrió la boca en un grito mudo que espantó a los pequeños quirópteros y saltó al vacío. Corriendo, llamé a emergencias, pero colgué antes de que contestaran, pues en el lugar en el que debería haber caído la mujer no había nada.

No pude quitármelo de la cabeza en todo el día, hasta esa misma tarde, a la hora de los aplausos, cuando la vi en su balcón, aplaudiendo feliz y sin rastro de moratones en su piel. Al día siguiente apareció en mi novela como un personaje secundario que fue cobrando importancia en la trama principal. Su personaje era una mujer que, harta de la violencia que ejerce su marido contra ella, decide acabar con él y deshacerse del cadáver.

Eso ocurrió más veces, tantas que me despertaba antes de escuchar el aleteo de los murciélagos para ver si el prodigio volvía a producirse. Y sí, uno tras otro y en orden aleatorio, desde mi ventana fui testigo de los vuelos liberadores que despegaban de cada ventana o balcón, de cada vivienda hasta donde me alcanzaba la vista.

Solo algunos de ellos aparecieron en mi novela, pues la mayor parte se transformaba en animales al tocar el suelo: el anciano que se movía por su casa con el andador se convirtió en un esbelto gato negro; la joven siniestra con piercings y tatuajes se unió a la bandada de murciélagos; la madre de familia viuda, acosada por las deudas, se transformó en una rapaz que sobrevolaba las azoteas; la panadera de enfrente en un adorable cachorro de caniche; el mecánico que ensuciaba de aceite la acera trabajando en la calle en una enorme rata gris… Y todas esas personas parecían mucho más felices cuando su doble volvía a salir al balcón a aplaudir.

De todo esto, por supuesto, no podía hablar con nadie. Además, mis contactos se reducían a mi madre, que continuaba confinada y a salvo del virus en su casa, y a mi vecino Sergio, que cada semana me traía puntualmente la compra y al que cada día encontraba más atractivo.

En las noticias comenzaron a hablar del extraño aumento de la fauna urbana. También se habían localizado especies de lugares remotos en el mismo centro de la ciudad. Este suceso compartía titulares con otras catástrofes que se producían en cualquier parte del planeta: volcanes que escupían lava, terremotos encadenados, tsunamis, e incluso un meteorito que amenazaba con impactar en la tierra y extinguir la vida humana.

Sin embargo, yo continuaba tranquila. Hasta el día que vi saltar a Sergio y desaparecer del pavimento. La vez siguiente que me trajo la compra no me atreví a preguntarle por su vuelo, en parte porque nada había cambiado en él y en parte porque temí que me tomara por loca. Él había entrado en mi novela como un pianista atormentado por un amor no correspondido. En ese momento empecé a pensar que quizás yo podría tener una vida mejor junto a él, aunque fuera de ficción.

Y en esa tesitura me encontraba, pensando si saltaba, aun a riesgo de convertirme en una cucaracha, cuando una noche vi cómo los nuevos animales devoraban a los humanos que todavía no habían volado. Así que tomé la decisión.

No sé si acabaré habitando en mi novela, ni si mi vida se cruzará con la de Sergio en ella; o si, por el contrario, volaré libre o corretearé por las alcantarillas mordisqueando humanos.

Tú puedes averiguar cuál ha sido mi destino, pero no dejes que te atrape.

En el portátil que hay junto a esta carta está el borrador de la novela.

Se titula Zoonosis.

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