Baila para Mí

Inicio / Eróticos / Baila para Mí

Baila para Mí

Por: María Caballero

Tomás ríe al comprobar que el turno de la camarera pelirroja aún no ha terminado. Sabe que se llama Alejandra porque lleva una chapa colgada con su nombre en la camisa sin mangas del uniforme.

Desde hace un par de semanas, viene cada madrugada a este bar con la intención de verla. La charla de su socio carece de interés para él; incluso le molesta que no guarde un minuto de silencio. Tampoco contempla las impresionantes vistas de la terraza situada en la última planta del hotel. Ni repara en las miradas insinuantes de las mujeres que se sientan cerca de ellos y tratan, sin éxito, de llamar la atención de cualquiera de los dos.

Esta noche aparece sin el socio, quien tiene planes mejores que acompañarlo al bar de costumbre. El otro trata de seducir, con una cena improvisada en su despacho, a la subdirectora de la empresa de la competencia con fama de mujer fría.

A Tomás le gusta mirarle el trasero a la pelirroja cuando se agacha sobre las mesas para limpiarlas. El vaivén de su joven cuerpo despierta al viejo cazador dormido desde hace décadas. Es hoy o nunca. Pide un segundo ron. Al acercarse la camarera, desliza la mirada por su escote y los satélites que descubre lo envalentonan y pregunta si le permite invitarla después del trabajo.

—Iremos a cenar por ahí… Lejos de este lugar que debes de estar aburrida de ver.

¡Qué antigua ha sonado la proposición! Por un momento, se siente viejo, ridículo, acabado como conquistador. Alejandra anota su móvil en un posavasos, lo desliza sobre la mesa y lo deja junto a su mano, que roza con intención.

—Te veo a las diez en el aparcamiento del hotel, preciosa. Tendré los faros del BMW encendidos.

La camarera camina hacia el coche con un contoneo atrevido. Se sube el pecho con las manos en un gesto provocador. Tomás la besa en cuanto entra en el vehículo. Le desagrada el sabor a tabaco de sus labios y el olor que desprende su piel sudada. Ella posa una mano en su muslo derecho. Él hace círculos con los dedos en un seno más blando de lo que esperaba. La camarera lo besa de nuevo y el cazador se entrega al juego.

El hombre desabrocha la camisa de la chica y choca con un sujetador sobado y viejo que le marchita el deseo. Se deja acariciar sin rastro del entusiasmo de la espera. Ella le baja la cremallera del pantalón y susurra que sabe cómo ponerlo a cien. Tomás no escucha esa expresión desde la universidad; desde que su mujer y él eran novios. Pensar en la esposa en este momento es un suicidio para el conquistador. Deja que la joven agarre un miembro que, de tanto desear tenerla cerca, se ha marchitado antes de tiempo. Ella se esmera en lograr con sus manos lo que no sucederá.

—No sigas… Mejor damos una vuelta.

Los planes del encuentro furtivo se tuercen desde el principio. Ahora descarta llevarla a cenar o pasar la noche con ella en alguno de los hoteles de las afueras. Alejandra baila en el Parque del Oeste al ritmo que marcan los músicos callejeros que no parecen tener prisa por regresar a donde vivan. Tomás observa los movimientos sensuales de sus caderas; en su entrepierna, la excitación continúa dormida. Se arrepiente de utilizar a la camarera para humillar a su santa esposa por cada una de las noches que lo rechaza. Solo quería sentirse deseado por una mujer joven. Piensa en el modo educado de quitarse de encima a la pelirroja con la que no tendrá sexo ni esta noche ni ninguna otra.

El hombre se aleja del grupo. Camina hacia el coche aparcado a la entrada del parque. Arranca y lo último que ve al marcharse es la expresión de Alejandra con la boca abierta, y a los músicos en silencio, sorprendidos por una escena que no comprenden. La joven corre hacia el vehículo del mayor cretino del mundo antes de que se aleje. Era hoy o nunca. Reconoce que él jamás ha tenido alma de infiel, por eso han debido fallarle los planes de seductor esta noche.

Tomás llega a casa con la mirada perdida. Se acuesta desnudo. Abraza por la espalda a su mujer. Ella se separa y deja más de la mitad de la cama libre. El hombre recuerda el joven cuerpo de la camarera del bar de la última planta del hotel y siente una erección. Introduce la mano entre las piernas de su esposa y mendiga un rato de sexo que sabe, demasiado bien, que le va a negar de nuevo.

Dejar un comentario

Your email address will not be published.

Información básica sobre protección de datos Ver más

  • Responsable El titular del sitio.
  • Finalidad Moderar los comentarios. Responder las consultas.
  • Legitimación Su consentimiento.
  • Destinatarios .
  • Derechos Acceder, rectificar y suprimir los datos.
  • Información Adicional Puede consultar la información detallada en la Política de Privacidad.

Esta web utiliza cookies, puede ver aquí la Política de Cookies