Por: Isa Hdez.
Anastasia oteaba cada día con su mirada cristalina allá a lo lejos, en la línea final de su isla, donde el cielo se junta con el mar, esperando ver asomar el barco que se llevó a su hijo al lejano continente. Observaba cómo los espejismos aparecían una y otra vez cada tarde en el ocaso del día, y con tristeza esperaba a la mañana siguiente con un halo de esperanza a que se produjera el milagro. Durante la década de los sesenta muchas mujeres de la zona rural vivieron historias análogas de dureza, sometimiento y dedicación plena las veinticuatro horas del día, al cuidado de la familia, el campo, y todo lo que viniera dado, hiciera frio o calor. No se tenía nada en cuenta si estaba enferma, triste o alegre, eso no era importante. Nada la podía detener, todo iba hacia adelante a su ritmo, si ella se paraba se frenaba también la vida de sus cobijados, igual que la gallina que acoge a sus polluelos y les facilita todo el sustento en el día a día. Esa era la mujer del campo en esta tierra cercada de mar y montañas, rodeada de volcanes, con partes fructíferas y otras más resecas por la lava. Ella, como tantas otras mujeres, podía hacer brotar un esqueje verde en un trozo de lava.
La casa de Anastasia está situada entre el mar y la montaña con amplias vistas hacia poniente. Es blanca como la cal con las puertas y ventanas de madera pintadas de barniz que relucen con el sol y parecen espejos. Está rodeada de huertas y en ellas hay de todo lo que se necesita para la subsistencia de su gente. Sobresalen los almendros, manzanos, perales, higueras y durazneros, que en la época de la floración es una fiesta de color y acuden pájaros, abejas y mariposas de colores, que a veces molestan pero que dejan testigo de la vida en el ámbito rural. En la tierra se plantan las cosechas de papas, millo, cebada, boniatos, calabazas, rábanos, ajos y cebollas, tomates, lechugas, coles, garbanzos, judías, chícharos o arvejas, y otras hortalizas para el consumo y para el intercambio o trueque de otros alimentos como el pescado. Por detrás de la casa están los corrales donde habitan cuatro cabras de las que obtiene la leche para el consumo y elaboración del queso que Anastasia vende e intercambia y obtiene un poco de dinero para comprar los productos no perecederos en la única venta del barrio. Erguida siempre, de mirada franca con pelo negro azabache recogido en un moño bajo, labios gruesos trincados como si no quisiera dejar salir ni una tenue sonrisa; estilizada, bella y joven aún, no más de treinta años, pero endurecida por la vida del campo. Se levantaba con el alba para comenzar su día. Todos duermen en la casa. Se hace un agua guisada de toronjil y salvia y se la toma bien caliente, todas las mañanas, eso le da fuerza y la protege de resfriados y otros males según cuenta a sus hijos. Después va hacia los corrales detrás de la casa, y atiende a sus animales; ellos la esperan con sus sonidos característicos, cada uno el suyo, parece que le hablan o le dan los buenos días. Contempla y se regocija de verlos a todos cada uno en su lugar; no podría vivir sin ellos como si le importaran más que su propia vida, habla con las cabras y con Donato, como si hablara con personas. Donato es su cochino negro, así llaman a los cerdos en las islas. Tener un cerdo es un síntoma de poderío, y Anastasia lo mima y lo alimenta con los sancochos que le hace para comer, con hojas de coles abiertas y plátanos verdosos. Tienen una relación amena y mantiene todos los días una conversación con Donato. Las cabras también tienen nombre y, cuando les habla le contesta cada una por separado, y entre ellas mantienen su diálogo. A veces la oían hablar con sus animales sin que ella lo supiera y algunos vecinos murmuraban si estaría delirante, de tanto tiempo sola tan joven y sin marido.
Anastasia estaba casada con Aurelio, pero éste se había marchado a Cuba por segunda vez. Ya había estado unos años en la isla del Caribe, y con el dinero que trajo hicieron la casa, compraron los animales y las huertas en las que plantaron frutales y verduras para la casa y el trueque, pero se les acabó el dinero y volvió a marchar a las cosechas del tabaco y la caña de azúcar que por entonces se pagaba bien. Necesitaban comprar más tierras para trabajarlas y sacar adelante a sus cuatro hijos, dos hijas y dos hijos. En la isla no había donde trabajar y por ello emigró. Un día el hijo mayor, Miguel, de diecisiete años, embarcó en un carguero y se marchó a Venezuela. Se lo había avisado a su madre, pero ella no lo creía, pensó que sería una manía pasajera, hasta que lo cumplió. Fue una gran tragedia para Anastasia y sus otros hijos. Lo lloraron como muerto, y razones no faltaron porque tardaron meses en saber de él. Pensaron que se había ahogado y, a punto estuvieron de echarlo al mar porque más tarde se enteraron que pasó una travesía enfermo deshidratado y casi moribundo. Lo pudieron aguantar gracias a un primo que iba en el barco y lo ayudó, y al llegar lo ingresaron en un hospital y lo salvaron con sueros según le contaron unos parientes lejanos que regresaron a la isla, y conocían la historia del chico. Estos vecinos regresaban después de unos años allá, Pedro y Leonor, y le trajeron una carta para Anastasia, de su hijo. Pedro leyó la carta mientras Anastasia y sus otros hijos lloraban amargamente acordándose de Miguel. Al menos, saber de él les dio paz para seguir viviendo al comprobar que no había fallecido en el camino, y que ahora estaba trabajando de portero en una fábrica de papel, con lo que se ganaba la vida y podía comer. Anastasia agradeció infinitamente las nuevas a sus vecinos Pedro y Leonor, y les convidó a una copita de mistela y un trozo de queso de cabra, ambos manjares elaborados por ella misma. Esa noche Anastasia pudo dormir por primera vez desde que embarcó su hijo. Marta, Berti y Belinda también dieron las gracias a los vecinos mencionados, y abrazaron a su madre quedando sumidos en una serenidad merecida después de tantos días de sufrimiento. Anastasia, seguía mirando con el alba todos los días, allá a lo lejos, como si no asumiera la cruda realidad y esperara una arribada venida de lejos, como si de pronto viera el espectro de su hijo asomar en el horizonte. Todos los días repetía lo mismo al levantarse, con la mirada ausente mientras se tomaba el agua guisada. Después ya empezaba su trasiego con sus animales y las labores del campo. El Barrio era tan pobre que los vecinos en su mayoría no tenían para subsistir y algunos de ellos le ayudaban en las tareas de recogida de las papas y de las almendras, así como del millo y cebada para hacer el gofio. El gofio era un alimento básico, una especie de harina que se hace tostando los granos de millo y cebada para luego llevarlo al molino y con ello se alimentaban mezclándolo con leche o con caldo de los potajes de verduras. Estaba presente en todas las casas isleñas. Anastasia pagaba esta ayuda de sus vecinos con la comida y una porción de la cosecha para sus familias. Tenía fama de ser una mujer enérgica y poderosa. Se vanagloriaba de ello para ser respetada, ya que sabía que era una mujer sola con tres niños y podía llevar a confusiones por parte de algunos solterones de la zona, que más de una vez la rondaron, si bien, ella siempre dejaba claro que su marido estaba a punto de regresar al hogar, aunque en verdad ella no sabía cuándo regresaría Aurelio, pero se reprimía en su soledad, y hacía ver que ya sabía cuándo vendría. En el fondo no era tan arisca como quería parecer, sino que albergaba en su interior la tristeza infinita de la marcha de su hijo mayor, que era el que la protegía y al que ella adoraba. Ello se reflejaba en la profundidad de su mirada, en la búsqueda desconsolada que cada día con el alba y al ocaso repetía y observaba allá en el horizonte de su mar, donde la esperanza de su vida renacía y moría cada día.
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