Ceviche para Dos

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Ceviche para Dos

Por: Annabella Martínez

– Buenas tardes, señor Anselmo, tengo que pedirle un favorsito. De verdad que no se lo pediría
si no fuera muy nesesario.

Anselmo, desde el quicio de la puerta, mira a Conchita por encima de las lentes sin dar
crédito a lo que escucha. Pedirle un favor. Le parecerá poco favor haber consentido que esa
indígena, paticorta y tiznada de piel trabaje para él. Lo hizo por hacerle un favor a su nieta
Carmen. Hay que ver cómo se ha echado a perder esa niña. Aún recuerda cuando la sentó en su
regazo aquel 20 de noviembre de 1975, frente al televisor, y le explicó, con los ojos vidriosos y
el alma encogida, quién era aquel señor que acababa de fallecer. Aquel valiente, aquel militar de
porte elegante que tanto había hecho por España, le dejaba un poco huérfano. Suerte que su
mujer, Emilia, era una enamorada de las fotos y había enmarcados varios retratos del caudillo
que había distribuido por toda la casa. Allí, en la cómoda de la entrada, una foto de Franco junto
a otra de Anselmo el día que llevó por primera vez a Benito, su hijo mayor, al desfile militar del
12 de octubre. En el aparador del comedor una foto del caudillo y su querida esposa, al lado de la
foto por las bodas de plata de Anselmo y Emilia. Qué día tan estupendo pasaron en el
Restaurante Don Pascual, un poco caro, pero al ladito justo del Valle de los Caídos. Anselmo no
quiere dejarse llevar por la nostalgia, pero no puede evitar mirarlas a menudo y sentir una
punzada de tristeza, la soledad le pesa cada día más aunque su orgullo le impida reconocerlo.

Tras varios años viudo, su nieta le convenció para tener una asistenta. No sabes
cocinar, ni limpiar, ni planchar, en realidad no sabes hacer nada abuelo, le dijo. Anselmo iba a
protestar, pero realmente era verdad, y aceptó conocer a Conchita, una boliviana, madre soltera
con un hijo y sin ningún familiar en España. Sus tres hijos acordaron pagarle la seguridad social
y la mujer acude cuatro horas al día tres veces por semana. Anselmo aceptó con esa condición, no
hacerse cargo del sueldo de Conchita, bastante tenía con cargar sobre su conciencia que le
estuviera robando un empleo a una mujer española.

Es que tengo que ir al médico. Me corté cosinando y la herida está muy fea, creo que me
tendrían que haber dado puntos y quisá se me ha infectado –y señala su mano vendada-. Y la
vesina con la que lo dejo a veses tiene mucho trabajo en el hospital.

Mire, le he traído unas torrijas que cosiné ayer. Señor Anselmo -Conchita parece dudar- ¿ha
visto usted la tele estos días?

Anselmo no mira casi la tele. Él es más de Herrera y Losantos, y últimamente ni eso, que el
Casio se le estropeó hace un par de semanas. Él, con sus queridos puzles, y alguna partida los
domingos a la brisca con Dionisio y Manuel, no necesita más.

– No veo mucho el televisor, ya lo sabes. Bueno, pasa, que te voy a aceptar las torrijas. Y por esta
vez me quedo a tu mocoso, pero solo por esta vez.

Conchita empuja al niño para que entre. Anselmo escudriña al niño con descaro. Pelo
ensortijado, nariz ancha y el mismo color oscuro de piel que su madre. Bueno, el chaval lleva un
chándal del Real Madrid, algo es algo. Será comprado en los manteros, seguro. Guillermo le
sigue hasta la salita, y ve una caja de un puzle de 500 piezas de un castillo medieval.

Pon la tele si quieres, -le invita Anselmo.

No se preocupe, si le apetece le puedo ayudar con el puzle.

No necesito ayuda, – le contesta adusto.

Conchita aparece en la puerta. No tiene buena cara esta mujer hoy.

– Ya he colocado la comida. Traje también ese platillo que tanto le gusta. Y muchas grasias de
verdad. Que Dios se lo pague.

Conchita da un abrazo a su hijo. Le besa la frente. Luego le veo mi amor, dice con voz
meliflua.

Guillermo enciende la televisión y con el mando sintoniza un canal infantil. Al cabo de casi
dos horas sin dirigirse la palabra, Anselmo empieza a ponerse nervioso. Las piezas no encajan y en
un arrebato pega un manotazo y tira varias al suelo, deshaciendo una parte del puzle ya
construida. Guillermo apaga la tele y arrima la silla a la mesa.

– Si se pone nervioso es peor. Deje que le ayude, que yo soy bueno en esto.

El niño junta unas piezas en un montón, y luego separa otras en otro. Anselmo quiere
acabar, lleva días con este puzle, así que le deja hacer. Ve cómo el chaval empieza a colocar
fichas que, para su asombro, encajan directamente. Al cabo de unos minutos las partes vacías
empiezan a tomar forma. Guillermo le pasa las piezas para que Anselmo las vaya colocando. Al
cabo de pocos minutos el niño le da la última y el castillo está terminado. El pequeño levanta la
mano y lanza un ¡conseguido! Anselmo no sabe qué hacer con la mano pero instintivamente la
choca. Luego mira el reloj, son más de las ocho y media Conchita no ha dado señales de vida.
Seguro que ha aprovechado para hacer algún recado. A esta gente le das la mano y se coge el
brazo.

De repente suena un móvil y Anselmo se sobresalta. No es el tono del suyo. Guillermo saca
del bolsillo un móvil moderno, de esos que su nieta le explicó que son casi como
miniordenadores. Sale de la salita y va al pasillo. Habla bajito así que no se escucha lo que dice.

Señor Anselmo. Dice mi madre que ponga usted la tele y que luego me enviará un mensaje.
Que aún está en el médico porque espera los resultados de unas pruebas.

Son las 8.55. Anselmo pone la tele y durante 40 minutos se queda hipnótico frente al
televisor. Guillermo, a su lado, no dice nada. Cuando acaban las noticias recoge el puzle,
construido encima de una madera de marquetería y lo deposita con cuidado en el suelo.

¿Sabes algo de tu madre? –pregunta con aparente desinterés.

Sí, me envió esto hace un rato.

Guillermo le extiende el móvil y Anselmo lee: “Además de la herida llevaba unos días con
una tos muy fea y noto como que me falta la respirasión. Me han hecho las pruebas y soy
positiva en coronavirus. Me van a dejar ingresada. Iré en cuanto pueda a por Guillermo, pero
me disen que no antes de 15 días. No sabe cómo agradesco a Dios esto que va a haser por
nosotros
”.

Anselmo va la cocina y saca una fiambrera con una etiqueta que pone ‘Ceviche de corvina’.
Sin decir nada, pone dos platos en la mesa, dos tenedores, dos vasos y una jarra de cristal de
agua fría. Se sientan a cenar.

¿Oye Guillermo, a ti te gustan también los puzles de barcos?

Mucho, señor Anselmo.

El viejo no dice nada y sigue comiendo. El ceviche hoy está realmente exquisito.

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