Zar

Zar

Por: Inés Gabriel

Él avanzó expectante con la curiosidad de quien desde siempre se ha visto desposeído de su
propio espacio, y de repente, un día cualquiera, un suceso inesperado le permite explorar su
territorio. Apenas podía caminar, su considerable peso le obligaba a concentrarse en cada
movimiento, en elevar el plomo de cada extremidad. Al principio el camino de tierra era
amplio y llano, y en cada pisada levantaba una ligera nubecilla de polvo. Aunque el calor del
mediodía arreciaba, su instinto le incitaba a continuar, a invertir sus escasas energías en
adentrarse en lo desconocido. Acometió una empinada rampa dejando atrás su refugio. Al
otro lado de la alambrada unos ojos familiares le observaron por un momento e indiferentes
buscaron otro horizonte. Pese a su desproporcionada silueta -un gran armazón sostenido por
unas cortas y robustas extremidades-, conservaba cierta elegancia en sus movimientos
sincopados. Jadeante, se detuvo un momento para mirar al cielo: no apreció ningún cambio, el
mismo resplandor claro que vislumbraba unos minutos antes desde la ventana, la idéntica
mancha neutra que llevaba contemplando una eternidad. El sendero se hizo más estrecho y
frondoso, dejó a su izquierda un estanque infectado de insectos y fue recorriendo un
pavimento horadado en el que las sombras del arbolado dibujaban una trama cuarteada;
olfateó nuevos olores y afinó su oído a frecuencias desconocidas.

Ella también había mirado al cielo esa misma mañana. Una costra de amargura rodeaba su
corazón. Barruntaba que el día que comenzaba iba a ser igual de tedioso que el anterior. Se
ató el cordón de la zapatilla de deporte sin demasiado convencimiento. Se dirigió al garaje y
arrancó el motor del coche. Dejó que el navegador la guiase por el interior de la ciudad hacia
el puerto fluvial. Conducía como una autómata, ensimismada en atender a las indicaciones de
la cálida voz femenina que la acompañaba cada mañana y con la que establecía un imaginario
diálogo que constituía un bálsamo para su soledad. Se enorgullecía en obedecer a cada
instrucción de giro, en adelantarse al cambio de color de cada semáforo, en respetar cada
señal de limitación de velocidad y, siempre solícita, se detenía en cada paso de peatones.
Llevaba más de cuarenta minutos vagando por la ciudad. Al cruzar de este a oeste la
transitada Avenida Roja observó la refulgente cúpula plateada del teatro de la ópera y la altiva
mirada de la estatua de Lenin con la capa ondeada por un viento inexistente. En el estandarte
de un edificio oficial, una bandera tricolor parecía transmutarse en un harapo descolorido,
exhibiendo impúdica sus hilachos en un lamentable espectáculo. Pensó ella entonces en la
importancia de preservar la dignidad de las figuras, de los símbolos y de las apariencias, y en
la vestimenta como eficaz artificio para ocultar la miseria. Tras cruzar uno de los puentes
sobre el río Ob, divisó un espléndido aparcamiento vacío que parecía invitarle a estacionar allí
su vehículo. Al bajar del coche una vaporada de calor le abofeteó en la cara y entonces
recordó que unos minutos antes la radio anunciaba treinta y cinco grados para el último día de
agosto, una temperatura inaudita en la ciudad siberiana. A escasos metros del parking un
letrero animaba a los visitantes a iniciar la ruta que bordeaba el parque. Empezó a caminar sin
gusto, con la violencia de quien solo pretende eliminar calorías, sus brazos impulsados por un
accionamiento mecánico se movían de atrás hacia delante simulando un desfile. En el trote
notaba sus glúteos fofos y se crispó al recordar su notable perímetro de grasa. Necesitaba
abrirse a nuevos estímulos, decidió cambiar de itinerario y sobre la marcha giró sobre sus
pasos y se encaminó hacia el interior del paraíso. A los pocos minutos resoplaba entre aullidos
amenazadores y murmullos extraños procedentes del denso follaje.

Él continuó su camino con la mansedumbre a la que le obligaban sus maltrechas
articulaciones. En un recodo del sendero se encontraron. Ella estaba apoyando su pierna en un
banco iniciando un leve estiramiento cuando notó su olor. Le miró sin entender su presencia.
Él tampoco supo interpretar su terror. La mujer, petrificada, tardó en reaccionar y por un
momento creyó que su corazón dejó de latir. Transcurrieron unos segundos en los que sus
cuerdas vocales parecieron haberse secado. De repente su garganta emitió un chillido
simiesco antes de iniciar una despavorida huida.

Un pinchazo le atravesó la curtida piel, y al instante un suave mareo le inundó y cegó
definitivamente sus ojos. Su cuerpo demandaba cobijo, pero solo pudo buscar acomodo en la
oquedad de una triste cuneta. Quizás soñaba con sus ancestros en la India y con los hijos que
nunca tuvo.

Es antinatural, un híbrido, un castrado, decían de él. Día tras día, Zar no dejaba de aumentar
de volumen, su organismo carecía del gen inhibidor del crecimiento. Sus padres habían
propiciado el desastre: su existencia se debía a la forzada unión de unos progenitores que
nunca deberían haberse encontrado. El efecto del dardo tranquilizante no había sido el
previsto y una inesperada parada cardiaca colapsó su deteriorado organismo causándole la
muerte.

Un descuido del cuidador de la reserva y a Zar, el ligre de Siberia, lo encontró una mujer
merodeando por un recóndito sendero del zoo de Novosibirsk. Un vigilante reaccionó con
celeridad abatiendo al felino. La mujer no llegó a ser atacada por éste, tan sólo sufrió una
crisis de ansiedad.

Ella, al día siguiente, saboreó unos minutos de gloria en todas las cadenas de televisión.
Histriónica, narró con dramatismo la escena: el aspecto amenazador del animal, sus insolentes
ojos amarillos, el rugido que estremeció el cielo, los colmillos en la bocaza abierta, la lengua
rosada babeante, el color arena del gigantesco lomo y sus músculos tensos preparando el
asalto. En su interior se vanaglorió de que después de todo, no había sido un mal día.
El animal, en aquella calurosa jornada en la que los termómetros registraron 35º en Siberia,
perdió la vida mientras gozaba de una inesperada y breve libertad. Mitad león, mitad tigre,
Zar era muy pacífico, se lamentaron sus cuidadores al conocer lo ocurrido.

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