Por: Carmen Mellizo Sanz

Bajé la caja de zapatos, una que forré con papel de flores, de la estantería más alta de la librería, para ver los tesoros que allí guardo, recuerdos en forma de fotografías, posavasos, abalorios, billetes de tren, recibos de tiendas, cartas, conchitas, piedras, pedacitos de una memoria olvidada, a veces a propósito, pero conservada, para soñar algunas veces, cuando la soledad o los años o una voz me empujan hacia la polvorienta caja de los recuerdos. También hay versos escritos en servilletas cuando la inspiración me pilla por sorpresa y necesita emborronar cualquier papel. Guarda lágrimas del pasado que forjaron mi presente, dibujos que iluminan mi futuro y el amor que disfruto cada día. Cuando bajo la vieja caja de zapatos, mis manos son las dueñas de lo que allí se esconde y me sorprenden devolviéndome por un rato algunos recuerdos, a veces dulces, a veces amargos.

Abrí, pues, la forrada caja de zapatos y, sin mirar, metí la mano; saqué un pequeño saco de papel azul, vacío ahora, pero que una vez albergó un precioso anillo, precioso por lo sencillo, de plata y ámbar, que alguien compró para mí un mágico 25 de julio en una pequeña tienda que encontramos escondida en una callecita de Santiago.

Dejé la bolsa y metí de nuevo la mano. Y mis dedos chocaron contra la suave y ondulada superficie de algo frío: era mi concha de peregrina que me fue dada aquel día en Santiago; en verdad fueron dos las que nos dieron… una se alejó hace ya tiempo de mis manos. ¡Maldita caja que guarda y me evoca fantasmas del pasado que me hacen tanto daño!

Mi mente se escapó hacia aquel viaje, un hermoso verano. Comencé de noche, sin cansarme, viendo cómo cambiaba el oscuro paisaje a mi paso. Y el dormía a mi lado. No sé como explicarlo. A medida que transcurría el tiempo, nos íbamos adentrando en la historia, sintiendo en nuestras almas el polvo del camino y el peso del pasado. Albergues, piedras, cruces señalando el camino. Caminantes juntos, en busca de un extraño destino, adentrándonos en el verde paisaje de Galicia, en un mundo medieval. Y él caminaba a mi lado.

La boca me sabía a historia cada vez que respiraba y cada paso se acompañaba de los latidos de mi corazón y me envolvía un olor dulzón, mezcla del fervor de los caminantes, sus canciones, la magia de los paisajes, el amor, el sudor, el aire silbando a través de las calabazas…

Cada puesta de sol era una joya que quería atrapar para siempre formando un anillo en mis pupilas. Cada noche me cubría con un verde manto que me envolvía y descansaba en la casa que encendía estrellas en su techo.

Carrión de los Condes, Astorga, Ponferrada, kilómetros detrás de nuestras espaldas, los pies cansados, fuego en el corazón. Ya faltaba menos. Pero yo flotaba y me dejaba llevar por el viento que, desde lejos, me traía aromas de mar. Y él volaba a mi lado.

Y nos perdimos, finalmente, por las calles de Santiago, que olían a gente, a incienso, a piedra e historia, a misterio. Nuestros pasos nos llevaron, como a todos, a la “Plaza del Obradoiro”, abarrotada, con gentes que cantaban. Nos mezclamos con la piedra oscura de la catedral que ascendía hasta el mismo cielo. Y él me cogía de la mano… y desapareció… y lloré y…

Sonó el teléfono. Desperté de mi sueño del pasado. Otro día volveré a meter la mano en mi caja de recuerdos y recordaré viajes, lugares, palabras, paisajes y lágrimas derramadas por los espectros de mi vida pasada, por las gentes de mi presente y, por qué no, sonrisas e ilusión por las gentes que caminan a mi lado, con mi “yo” de hoy, sin soltarme de la mano.

Los fantasmas, la concha de Santiago, mi saco azul de papel, como humo que del aire del presente huye, se esconderán de nuevo en mi floreada y vieja caja de zapatos, hasta la próxima vez.