El Asesino de las Orquídeas

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El Asesino de las Orquídeas

Por: Mercedes de Miguel González

Era la quinta víctima en cinco días y, como las anteriores, apareció semidesnuda y con una orquídea violeta entre las manos. No obstante, no presentaba indicios de haber sido agredida sexualmente, ni otros signos externos de violencia. La causa de la muerte en todas ellas era la misma: parada cardio-respiratoria provocada, casi con total seguridad, por asfixia. Dado que las víctimas eran mujeres de entre dieciocho y veinticinco años, de apariencia atractiva y similares características físicas, sin contar, además, con el denominador común de la flor y el lugar donde se hallaron los cadáveres —en un radio de acción de 2,5 millas, entre Crail y Kingsbarns—, estaba claro que se trataba de un asesino en serie, y que el patrón era de a una por día.

La tarde caía en el Condado de Fife y el jefe de Scotland Yard, John Macfarlane, trataba de contener su impaciencia atusándose el bigote. Si sus cálculos no eran erróneos, mañana tendrían una nueva chica muerta, a menos que el asesino se conformase con las que ya contaba en su haber delictivo, algo altamente improbable. El equipo médico forense estaba recogiendo las últimas muestras de huellas para llevárselas al laboratorio, así que decidió marcharse a la oficina para revisar todos los datos que sus hombres habían ido recabando los días previos, incluidas las transcripciones de las conversaciones con los padres de las difuntas.

Orbison le trajo una taza de té humeante, sin necesidad de pedírselo. Su subordinado sabía que era algo indispensable cuando Macfarlane precisaba concentración extrema. Le notaba nervioso, algo infrecuente en él, de modo que no osó preguntarle nada sobre el curso de la investigación. Sabía a ciencia cierta que era una marcha contrarreloj y que el jefe no dormiría esa noche. Consideró llevarle un termo de té a su despacho y, tal vez, una ración de porridge.

El dossier estaba dividido en secciones: «pruebas de laboratorio», «datos de las víctimas», «floristerías del Condado de Fife y relación de empleados» y, por último, «declaraciones de los padres de las interfectas».

Revisó todo el material con detenimiento y, después de masajearse los ojos para paliar el cansancio ocular, telefoneó a su esposa para advertirle de que esa noche no iría a dormir a casa. Escuchó un suspiro de resignación al otro lado del hilo, tras el cual, Katriona le informó de que Allison —la hija de ambos, de diecisiete años— no estaba muy conforme con seguir recluida sin salir, por más que ella le hubiese explicado que era por su propia seguridad, mientras no se esclareciese todo el asunto de los crímenes.

Cerró la carpeta de golpe, se enfundó la gabardina y abandonó la comisaría. Abrió el paraguas para guarecerse de la fina lluvia que comenzaba a mojar el pavimento. No había un alma en la calle. «Esto es Escocia», pensó, «tan bella y tan deprimente».

A pocas yardas de allí, Macalister, el empleado de la floristería «Alexander & Sons», cerraba la tienda después de hacer caja. Estaba contento porque había conseguido convencer a la chica nueva que repartía los pedidos para tener una cita con él. Macalister nunca había tenido mucha suerte con sus novias, pero estaba decidido a que esta fuese la definitiva. Quería impresionarla, y por eso había reservado mesa en el pub Museum, el único abierto después de las nueve de la noche. A partir de esa hora se echaba el cerrojo y solo los clientes que se encontrasen dentro podrían permanecer hasta casi la una de la madrugada, en que Will, el dueño, daba unas palmadas destempladas para que los parroquianos desalojasen el local. Ese sería el momento en el que Macalister, después de invitar a «su chica» a una buena ronda de cervezas —o a lo que quisiese tomar—, la llevaría hasta su casa. Dando un rodeo, por supuesto.

Lorna era muy bonita. Tenía el cabello ensortijado y los ojos grises, no muy grandes, pero rasgados. Apenas se había maquillado para la ocasión, lo cual le gustó, porque las chicas que se pintaban mucho le parecían unas furcias. Tampoco vestía de forma llamativa. Definitivamente, Lorna sería «su novia» y, por eso, esta misma noche se le declararía. Confiaba en que ella le correspondiese.

Lorna no tenía costumbre de beber. De hecho, cuando Will servía la segunda, rehusó tomar, siquiera un sorbo, de su Ale, pero Macalister le dijo que era muy suave y le contó un par de chistes para que, entre tanto, Lorna sorbiese de su copa. Salieron de allí riéndose, él pasándole un brazo disimulado por los hombros a ella, que lo toleró. En cierto momento, dio un traspiés y se excusó por su torpeza, gesto que a él le pareció delicioso: las otras eran demasiado pagadas de sí mismas.

—¿Qué lugar es este? —preguntó Lorna con la lengua de trapo, al ver el extraño local despojado de decoración y con las paredes desnudas—. ¿Realmente vives aquí?

—Digamos que… es mi refugio —dijo Macalister, mojándose los labios y tratando de reprimir el bajo instinto que pugnaba por hacerse fuerte, mientras doblaba compulsivamente una bolsa de plástico tras su espalda—. Dime una cosa, Lorna: ¿Yo te gusto un poquito, al menos?

Lorna parpadeó incrédula. Esto no podía estarle pasando a ella. De repente, se sintió sobria, más sobria que nunca, pero decidió seguir representando el papel y continuó hablando con lengua de trapo para ganar tiempo. Macalister le tendió la mano con gesto caballeresco, para invitarla a continuación a sentarse en un sofá desvencijado que, en tiempos, pudo haber sido de piel. Cuando puso la bolsa de plástico sobre su cabeza y la vio moverse, tratando de arrancársela con desesperación, mientras él le preguntaba una y otra vez si le gustaba un poco al menos, se sintió desfallecer. La vio inerte a su lado, en el suelo, tiró con furia de la anilla de la lata de cerveza y suspiró. «Me equivoqué de nuevo», se dijo, con las lágrimas agolpándosele en los ojos, «todas son iguales».


—¿Cuántas especies de orquídeas cultivan aquí? —preguntó Macfarlan, atusándose el bigote—. Estoy interesado en una que solamente florece en invierno y suele ir del rosa al violeta… Sí, esta es, precisamente.

—¿Se la envuelvo? —preguntó el empleado con una sonrisa—. Aunque, si quiere saber mi opinión, ninguna chica merece que le regalen flores tan exquisitas.

—Si no le importa, me contará por el camino cómo se cultivan las orquídeas y otras cuestiones que le preguntaré.

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