Por: Sonia Ruiz Corcos

Nos conocimos de una forma casual y tan atípica que era digna de ser contada mil veces. Yo iba distraído echando un ojo a los titulares del periódico mientras paseaba al perro, ella caminando rápido y hablando por teléfono. En cuestión de segundos sus piernas se enredaron con la correa y nos vimos sentados en el suelo con una lluvia de hojas del diario cayendo sobre nosotros y un perro asustado sin entender qué pasaba.

Su risa me cautivó desde el primer instante, su mirada tan limpia y sincera preocupándose del cachorro antes que de sí misma. Me enamoré de manera inmediata, como nunca antes había sentido.

Comenzamos a salir, era como si nos conociésemos de siempre, congeniábamos a la perfección, una chica maravillosa y se había fijado en mí que soy el desastre número uno.

Cada día junto a ella era especial, solo un mensaje de móvil hacía que aflorara en mí una enorme sonrisa que duraba horas, la vida con ella era sencilla, todo fluía de manera natural.

En pocos meses, nos juramos amor eterno frente al Cristo del Sagrado Amor, no hizo falta recitar votos, los dos sabíamos que estaríamos juntos eternamente; pasase lo que pasase.

Nuestra unión de almas iba más allá de lo terrenal, una promesa salió de mis labios, dormiríamos abrazados, cada noche, para siempre.

La promesa se convirtió en juramento y con el Cristo de testigo, firmé mi sentencia.

Para siempre, para siempre, para siempre…

Esas dos palabras se repiten en mi cabeza y retumban cada vez con más insistencia.

Cada atardecer me lo repito, una y otra vez, es la última, no volveré a dormir con ella, esto tiene que acabar, me volveré loco si sigo amándola, si la gente supiera…

Pero no puedo escapar de su embrujo y cada noche sucumbo a dormir a su lado, hasta que el amanecer me sorprende tumbado sobre su fría lápida.