La Búsqueda de la Locura

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La Búsqueda de la Locura

Por: José Antonio Hurtado Martínez

Don Jenofonte, caballero singular, que sin parada ni descanso buscaba a Doña Cabriola, hija del rey Alcandor, que al caballero que la encontrara prometió la mano de ésta y la corona de su reino, pues no había en el lugar joya más preciosa. Jenofonte recorrió los bosques, valles y montes, los cálidos desiertos, las exóticas junglas y las frías tundras, en busca de cualquier pista de su paradero. El anhelo de su belleza privó a Jenofonte del sueño y del apetito, tanto que, despierto, soñaba con verla detrás de cada árbol. Las escasas horas donde por el cansancio caía desfallecido soñaba con ella desnuda bajo una fina seda mientras le llamaba y su voz le hacía despertar para seguir su búsqueda. Miles de caballeros fueron los que cayeron buscándola, pero éste no habría de ser el destino de Jenofonte, no podía errar, ya que juró amor eterno a la que buscaba con tanto desasosiego. Preguntó en las abadías, donde rezaba ahogado por el llanto. Rogó a los hechiceros en sus torres de marfil, mas la magia parecía temer su búsqueda. Asaltó mil castillos, y no hubo caballero que frenase su andadura, y aún desnudo, fue capaz de vencer a quien intentó sorprenderle mientras se bañaba. Perdió escuderos, caballos, armas y armaduras, mas nada fue capaz de frenarle. El viento le traía voces de un caballero negro que con sucias artes la tenía presa privándole de la libertad y de la razón. Mas decían las gentes que ese oscuro caballero vivía en un lejano castillo en el que sólo los locos podían penetrar, porque sólo perdiendo el juicio podían hallar el lugar donde se alzaba dicho castillo. Leyó los libros más viejos y bebió los más extraños elixires, a fin de perder la cordura, sólo por encontrarla. Se privó de yacer con magas, brujas y hechiceras, que le prometían falsamente la felicidad con ellas, pues sólo Cabriola era merecedora de su virtud. Y la tentación acababa en cuanto cerraba los ojos la imagen aparecía entre las sombras, envuelta en seda y llamándole desesperada.

Los lugareños temían no ayudarle, pues corría la leyenda de que en un pueblo le negaron la ayuda y ahora sólo quedaban de él las cenizas. Las armaduras se oxidaron, las finas ropas de caballero cayeron hechas jirones, y sólo un puñado de pieles lo cubrían, mas el ahínco de caballero era tal, que nadie dudaba en creerle tal.

Los templos fueron dando lugar a las tabernas, y los elixires a los licores, y la lástima asolaba las aldeas cuando entraba el caballero ataviado como un mendigo. Mas nadie sabía del oscuro caballero que buscaba. Acabó repudiando a los sabios y escupiendo a los sacerdotes. Los poderosos magos se ocultaban de él, pues todos temían no poder ayudarle. Y un día, de pronto, encontró un castillo oscuro, sin atisbo de habitantes, pero sin estrago alguno del tiempo. Un viento que helaba la sangre salía de la puerta abierta, y Jenofonte entró sin pararse a pensar que mil veces pasó por ese mismo camino y no vio castillo alguno. Al calor del fuego, había una tina de agua caliente, toallas y ropa limpia, y Jenofonte no dudó en asearse y cambiarse, pues nadie respondía a su llamada.

Limpio y aseado, pasó a una nueva estancia, donde una mesa llena de manjares le esperaba. Comió y bebió hasta saciarse, y, ebrio, pasó a la siguiente habitación en busca de una cama donde descansar. Pero lo que encontró le aterró. Un monstruo saltó sobre él aferrándolo con fuertes garras y enseñándole los colmillos. Se debatió entre gritos que no lograba entender, hasta que sacando fuerzas de flaqueza, consiguió agarrarlo por el cuello y estrangularlo. Cayó exhausto sobre el cuerpo del monstruo y se durmió al momento. Al despertar se vio echado sobre una tela que cubría el cuerpo que había pertenecido al monstruo, y al destaparlo, descubrió a la princesa Cabriola, desnuda e inerte. ¿Fue un hechizo el que la convirtió? ¿O fue acaso el alcohol que lo habría embriagado?

Lúgubre salió del Castillo con ella en brazos, pues fue consciente de que la locura lo había poseído y lo había abandonado. Cargó con la princesa en brazos caminando día y noche hasta entregársela al Rey, y no pudo contener las lágrimas al admitir que él era su asesino, y que no halló a su captor por sitio alguno. En ese momento, el ministro del Rey, vestido con una túnica negra, mandó apresar a Jenofonte, y dictaminó su ejecución al día siguiente. Mas al alba, cuando abrieron la celda, encontraron a Jenofonte desangrado en su celda, pues se había abierto las venas a mordiscos, y usando su propia sangre había escrito en la pared «La busqué hasta enloquecer, y estaba más cerca de lo que creía´´. Su entierro fue a las afueras de la ciudad en una fosa, y nadie volvió a hablar de él. A los días, la pena consumió al Rey, quien se arrancó la vida arrojándose por el balcón de sus aposentos. Y ante la reunión de los nobles sobre quién debía heredar la corona, irrumpió el ministro con la guardia de Palacio, y cuando el último noble hubo muerto, sólo tuvo que acercarse al trono y sentarse en él.

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