Alba tiene un Corazón muy Grande

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Alba tiene un Corazón muy Grande

Por: Ann Mïrllad

relato corto: Alba tiene un corazón muy grande

El corazón de Alba apenas le cabía dentro del pecho…

Eso decían siempre las personas mayores cuando se referían a mí.

Por eso yo aprendí a guardar mi corazón en un bolso que me hizo la abuela con una vieja camisa del abuelo.

Era un bolso grande y especial, de cuadros coloridos y relumbrantes botones, a pesar del tiempo que la camisa del abuelo llevaba guardada en el escaparate de las puertas crujientes.

Este, era un escaparate portentoso que albergaba todas las pertenencias del abuelo: zapatos gastados de más de siete leguas, paraguas para lluvias que no cayeron, apolillados abrigos que nunca conocieron los inviernos de verdad, calcetines de cuadritos ideales para jugar a la “sopa de letras”, condecoraciones de guerra, fotos antiguas en las que ya no podían distinguirse las caras de la gente y los paisajes del fondo, radiografías donde tampoco podía reconocerse si eran los pulmones del abuelo los riñones, encendedores sin piedras, cajas de fósforos sin fósforos, pomos de cimetidina sin cimetidinas, una boquilla de plástico gris, una guía para estudiar piano, tres tizas de colores, una carta de un amigo que le pedía perdón nadie sabe por qué a ciencia cierta, el Certificado de Matrimonio con la abuela, un papel que la abuela estrujó donde un abogado afirmaba que el abuelo tenía otro hijo muy lejos…

Era un escaparate peculiar, amarillo y repleto de palabras a medias y números escritos con viejos crayones.

Al abuelo a veces le gustaba hablar solo o entablaba diálogos con los fantasmas de la guerra. No sé a ciencia cierta.

Pero ya el abuelo no está. Solo están sus pequeñas posesiones bien resguardadas en el escaparate gigante de las puertas sonoras.

La abuela Lila reza todos los días por el alma del abuelo Carlote, porque el abuelo Carlote había participado en muchas guerras. Las guerras se quedan como atrapadas en el pecho de los soldados y cuando éstos están vivos los hacen tener pesadillas y hasta desear estar muertos de verdad, y también los llevan a hablar solos o pactar con los fantasmas como hacía abuelo Carlote.

La abuela es una abuela peculiar: a ella, contrariamente al resto de las señoras de su tiempo, no le gusta coser. Había heredado una máquina Singer de su madre, la bisabuela Alicia, pero no la noble costumbre (y la aptitud definitivamente complicada)
de usarla.

Me gustaría mucho verla cosiendo en los mediodías calurosos, refugiada a la sombra de la placa española y con la luz del patio entrando tímidamente al comedor.

Sería una escena muy bonita y romántica. Sin dudas, evocaría las siestas que pintaban los viejos pintores el mundo, como por ejemplo, ese tal Van Gogh del que teníamos un cuadro colgado en la pared que parecía original pero no lo era.

Hace mucho tiempo, cuando yo era pequeñita, oí decir al bisabuelo Franco que Van Gogh era maniático y le había dado por cortarse una oreja. Como también decía que había nacido en un lugar lejanísimo llamado Zundert, no le di mucha importancia a su enfermedad; evidentemente, nosotros, de este lado no nos contagiaríamos nunca.

Finalmente el pintor se s-u-i-c-i-d-ó.

La bisabuela me contaba sobre “las siestas” de otros artistas; Goya, Sorolla, Picasso, Millet… De ellos no teníamos ninguna obra en casa.

Volviendo al tema, mi abuela, repito, había adquirido la máquina Singer pero no la paciencia para combinar carreteles y tejidos; mucho menos pedalear y hacer girar el redondel y llenar de puntadas la desnuda superficie de las telas como si estuviera
dando vida a un paisaje.

La abuela daba vida a otros paisajes: los inventaba, los transformaba, les daba color de otra manera. A la abuela nunca le interesaron los paisajes de tela, ni las telas. Por eso vestía solo con colores tristes, como el luto que llevaba en el alma.

Sin embargo, tenía unas manos divinas para sembrar flores…

Yo sé que este bolso donde guardo mi corazón, es lo único que ha cosido la abuela en toda su vida. Por eso lo cuido con celo y duermo con la cabeza acomodada sobre él.

Una tarde mi mejor amiga, quiso jugar con el bolso colorido hecho con tela de la vieja camisa del abuelo.

Yo saqué mi arca llena de juguetes donde tenía de todo; desde cajas metálicas que cantaban solas, hasta soldaditos de cristal verde.

Mi mejor amiga no quiso jugar a las maestras con los peluches que mi padre me traía del mar; no quiso jugar a los médicos con las cosas de médicos que mi madre me traía del Policlínico; no quiso jugar al Parchís, ni al Bingo, ni al Dominó, ni siquiera a las damas chinas o a las cartas españolas; no miró las bonitas muñecas de papel que yo misma hacía en el horario de las tareas y en los turnos de matemática.

¡Mi mejor amiga quería jugar con el bolso magnífico donde yo guardaba mi corazón!

Necesitaba hacer olvidar a mi amiga, y tuve una idea: pescar peces de hielo en el tanque del patio. Así que me fui a registrar el congelador. Había mucho hielo, demasiado y logré trocearlo en pequeños pedazos que serían los peces. Y los peces fueron arrojados al tanque del patio.

Pero mi mejor amiga aprovechó para agarrar el bolso y colgárselo del hombro izquierdo. Cuando volví, con las manos congeladas de fabricar peces para que nadaran en el agua del tanque, mi mejor amiga se asustó tanto de que la topara jugando con el bolso que, al intentar quitárselo de pronto, terminó enganchándolo en el tornillo desatornillado de
un mueble.

Con el halón, mi mejor amiga, desgarró mi fantástico bolso hecho por la abuela con una camisa del abuelo.

Me quedé perpleja y después, me puso tan roja que hice palidecerá mi mejor amiga.

Le arrebató lo que quedaba del bolso (dentro tenía un corazón muy asustado) y le grité tres insultos a la que hasta ese momento había sido mi mejor amiga.

Jugar con un bolso hecho por la abuela (lo único que la abuela había cosido en su larga vida, a partir de una roída camisa multicolor que logró sacar del escaparate de las puertas crujientes, y que el abuelo usó muchas veces, para sentarse por las tardes en el quicio de la puerta, a hablar solo o con los fantasmas de la guerra) era imperdonable.

¡Lo mismo que jugar con mi corazón! Pero lo peor, era que el bolso se había roto, tal como casi se había rasgado mi corazón.

Le dije que era una niña muy mala, que no quería volver a jugar con ella.

Luego se fue y aunque siguió visitando mi casa, no volvimos a jugar juntas nunca más.

Yo me había quedado sin protección para mi corazón grande, tan grande que apenas me cabe dentro del pecho, como dicen los adultos.

Pero poco tiempo después, se me ocurrió la brillante idea…

Desde la brillante idea, desde entonces, mi corazón está oculto en el escaparate de las puertas crujientes, custodiado por los enmohecidos bienes del abuelo.

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