Por: Gargo
EL MIEDO (Principios de abril)
El aire se está espesando manifiestamente.
Las ilusiones se rompen, los planes se cancelan y el amor se respira en el ambiente en forma de miedo.
En las noticias, desde hace tiempo, el terror invade nuestras casas como si fuera un líquido espeso, ajeno y caliente.
Las personas comienzan a caminar por las calles como siluetas de un futuro incierto.
Y en las papeleras se depositan posos de cafés no tomados, de tardes de risas en el metro, de amores interrumpidos en sus inicios por un aire contaminado por el virus, el dolor, el miedo y el tiempo.
De pronto, en uno de aquellos días se para el reloj.
Como un chasquido atemporal, como un crujido en la máquina del regreso, un crack profundo en el tubo de lo incrédulo.
Estaba avisando desde hace semanas, pero no le hacíamos caso.
Sus manecillas de lo increíble se han estacionado en nuestro presente y nos hemos escondido en las casas como los personajes de las fotografías antiguas en los álbumes viejos.
No es voluntario, pero sí lo es.
En el fondo el pánico comienza a beberse a pequeños sorbos, mezclado con ese olor a desinfectante que se nos ha terminado de grabar en las neuronas para siempre, ese olor que recordarán los niños cuando sean adultos, como nosotros recordamos el aceite de ricino.
Con el mismo sabor fuerte y amargo, ellos también han probado lo que es la previsión de los adultos, el silencio de los adultos, el temor de los adultos.
Aterra ver que faltan los mayores paseando a las primeras horas del día, haciendo colas en los bancos, en las tiendas.
Faltan los mayores y todos echamos de menos a la abuela, aunque lleve años sin nosotros, viviendo en otro universo.
Los charcos ya no se mueven al compás de los pasos de los viandantes.
Ya no se mueven.
No hay viandantes y los charcos de la calle parecen llenos de aceite en vez de agua, densos y quietos como el miedo a la muerte.
LA SOLEDAD (Mediados de abril)
He tenido que caminar por las calles vacías.
Tenía que enviar por correo objetos salvavidas con el ímpetu del que socorre a una patera, con la inmediatez de que el gesto rápido no se corresponderá con una solución rápida, pero que es necesario.
Envío objetos para aquellos que están lejos, encerrados en ciudades más grandes, en jaulas de oro más grandes, que siempre intuía que tenían estos riesgos.
¿Por qué nadie pensó que esto podía pasar?
¿Por qué en las películas se suponía que podría pasar?
¿Por qué es tan incomprendido lo incierto cuando sucede en la realidad, fuera de los sueños?
Camino por la calle vacía.
La calle vacía en un Santiago siempre lleno de gente, de peregrinos, de estudiantes, de siluetas con vida.
Camino por la calle con el paquete sobre mi pecho.
Bien cerrado, lleno de objetos fetiches, de amuletos frente a lo enfermo, de plásticos de toda índole que ahora escasean y ya nadie se manifiesta contra ellos. ¡que contradicción!.
Protestamos de los plásticos y de pronto envolvemos nuestra vida en ellos buscando el aislamiento.
Los gritos ecologistas se derriten en los charcos y caen por las alcantarillas en silencio.
Pienso en todos y en nadie, en la vida, en los secretos, en las mentiras y verdades nunca dichas.
Pienso en el tiempo.
En la soledad.
En el aislamiento.
Y escucho mi corazón cómo retumba en las venas, cómo hace eco en mis oídos cansados de escuchar noticias.
Camino por la calle vacía y mis pasos suenan a palomitas en el cine, a música de la orquesta, a papeles doblados para hacer barcos de papel y flores en primavera. Pero solo es el crepitar de mis zapatos como pétalos mustios de deseos ahora imposibles.
Lo peor no es ver la calle vacía, ni que falte el sonido del murmullo de la gente.
Lo peor no es que no pueda llamar a tu puerta para verte, ni saber que el agua que corre por las calles está impregnada de lejía en la mañana.
Lo peor es escuchar el latido de mi corazón que se refleja en cada una de las ventanas cerradas.
LA NATURALEZA (Finales de abril)
Los animales pasean por calles nunca por ellos transitadas.
Cabras, osos, jabalíes se encuentran cara a cara con nuestra vida artificial de humanos. Nos hemos ido y ellos creen recobrar lo que les pertenece.
Doy de comer a escondidas a los pájaros que se posan en el jardín y en el verso que forma el agua de mi fuente.
Creo que hay que dar comida de humanos a lo que ya humanizamos en el pasado.
Se me agolpan las imágenes de palomas comiendo los restos de los niños en los patios de recreo, de ancianos llevando migas a los gorriones de los parques, a los patos del estanque, a los corazones rotos de los animales que no tienen más amigos que los eventuales.
Doy de comer a escondidas a mi corazón despedazado por sentir el vacío de las calles, de las plazas de los pueblos y las avenidas de las grandes ciudades.
Creo soñar con ballenas y delfines que puedo tocar con la mano, me despierto y allí están retozando por un azul cada día más claro.
El rio vuelve siempre a su cauce.
El mundo animal no tiene cauce, tratamos de encauzarle donde nos interesa para que no pisen las alfombras de Versace y nos manchen los bolsos de Prada en esta celofánica vida en la que nos envolvemos para no notar la escarcha de las mañanas.
Los últimos días de abril he tenido la dicha de sentir un ciervo galopar por mi alma.
EL SILENCIO (Principios de mayo)
Hoy he tenido que volver al despacho, a caminar unos minutos por el esqueleto muerto y vacío del colegio en que trabajo.
Abro la puerta y resuenan los gritos de los niños en mi recuerdo, risas de compañeros, un lápiz que cae al suelo.
Abro la puerta y la soledad está sentada en mi silla columpiándose vestida de tristeza.
Nunca tuve tantas ganas de oír sonar el timbre atronador junto a mi puerta, ni de que entren alumnos en tropel a contarme un chisme entre carcajadas.
Abro la puerta y los papeles dormidos no se despiertan.
Recojo alguno importante, me lo llevo en la cartera, y dejo a los demás durmiendo hasta que se acabe la hora de esta improvisada siesta.
Saludo al escaso personal al salir con un movimiento de cejas.
Todos hablamos poco, gesticulamos menos, nos cruzamos en la calle al ver a otra personas, huimos de los niños y de los perros.
¡Madre mía! ¿en que nos estamos convirtiendo?
LA MUERTE (Mediados de mayo)
La madre de mi amiga Isabel se ha muerto.
Hasta entonces, esta pesadilla difusa era como un atronador cuento.
Ahora es una certeza, un horror cierto.
El padre de Isabel se columpia en los 90, ha sido legionario.
Al margen de fantasías de brazos fuertes, desfile rápido y tatuajes, ha luchado por nosotros, por su pueblo, desde hace tiempo.
A sus años de lucha le ofrecemos unos días de infierno.
A sus años de sacrificio le pedimos uno nuevo.
A sus años de esfuerzo correspondemos enviando a su mujer al sueño eterno.
No hay medios, respiradores ni salvadores certeros.
No hay más que muerte, indignación y silencio, frente a las necesidades reales de los hombres y mujeres pequeños.
Porque uno es pequeño en la inmensidad de los años, en el hecho de hacerse viejo.
Y no puede tomar de nuevo la espada, el trabuco o la metralleta.
Solo le queda secarse las lágrimas para que no se caigan inútiles al suelo.
La madre de Isabel ha muerto, como otras muchas madres, cayendo en un obligado sueño.
El padre ha vivido, de nuevo, unos meses en el infierno.
Esta vez sin uniforme, sin armas ni compañeros, en la soledad de un ambiente más oscuro que aséptico.
Y mientras, aquellos, los de siempre, han aprovechado el momento: se han puesto laureles no ganados, medallas robadas en el Rastro del mérito, diplomas falsificados por las hojas caídas en la primavera de estos tiempos.
Aquellos, los de siempre, tienen el corazón de hielo.
Entre tanto, los de ahora, los estudiantes y los enfermeros, corren como caballos alados por los arco iris viejos y repintan con colores brillantes los días eternos.
Posiblemente la madre de Isabel no tenía que haber muerto, ni el padre de José ni el niño de Alberto.
Posiblemente se pueda ser más humano teniendo menos miedo, más sangre en las agallas, más colores en el pelo.
No son nombres, no son cifras, no son recuerdos al viento, son nuestra historia cercana, nuestra gente, nuestro pueblo.
He visto llorar las acacias en estos tiempos del confinamiento.
EL COLEGIO (Principios de junio)
Hoy he vuelto al colegio.
Mascarilla, alcohol, el saludo a los ojos de los compañeros.
Parece mentira que nunca, hasta ahora, habría sabido la importancia del color del iris de sus ojos, del calor del iris de unos ojos en mi mirada.
Como sueños rotos, como muñecos rotos, como puzles rotos, hemos tratado de componer unos versos silenciosos ahogados en la tristeza, mientras cumplíamos con la tarea.
Pero la rima no salía, se había convertido en lágrima salada que rodaba por las aulas.
Una a una hemos ido desgranando las bolsas de plástico como las uvas verdes en tiempos de vendimia, sonrientes al sol, pletóricas de gusto.
Solo que estas verdes bolsas no tenían gusto, ni vida, ni agua en su interior.
Bolsas secas, de plástico fino, transparentes, sobre las que hemos estado metiendo los objetos de los niños.
Los libros olvidados, los cuadernos incompletos, los lápices semiafilados que quedaron destronados aquel viernes, aquel último día de colegio.
Amontonados en las cajoneras estaban los objetos apartados de sus dueños: notas escritas con manos pequeñas, con caligrafía imprecisa, con emoción intensa.
Notas sin dueño o con un dueño concreto ¿Qué más da? ¿Qué importa eso a los amores de los primeros tiempos?
Con guantes asépticos y corazón de hierro hemos ido depositando estuches y pañuelos, rotuladores y versos pintados en los rincones secretos de cada uno de los pupitres.
En cada bolsa escribir un nombre con rotulador grueso, con cada nombre un silencio, la sensación de un Chernobyl para el que no estábamos preparados.
Cerramos bolsas, metemos antes un beso, ingrávido, transparente, lleno de recuerdos.
Ponemos las bolsas en la entrada porque esperarán estos días a sus dueños.
Y aquellas bolsas amontonadas sobre las mesas, en un aula todavía con pegatinas y el calendario de primavera, se han quedado columpiándose en la nocturnidad de mi sueño para desvelarme todas las noches hasta el prometido regreso, hasta que vuelva, de verdad, la vida como hasta aquel día era.
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