La Dama de las Rosas

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La Dama de las Rosas

Por: Alix Rubio Calatayud

Eugenia paseaba por el parque respirando el aire limpio y aromático de aquella mañana de mayo. Se sentía melancólica sin saber por qué. Vio un banco situado junto a un parterre de rosas y decidió sentarse allí para leer un libro de poemas que le habían regalado por su cumpleaños. Era del poeta Juan Cortina, y pronto quedó absorta en su lectura. Algunas rosas del macizo se quedaron enganchadas en su espléndido cabello rubio, iluminado por el sol. En un momento dado levantó los ojos del libro y vio a un hombre que pintaba frente a un caballete. Sin demostrar ninguna curiosidad, volvió a su lectura.


Humberto llegó aquel día al parque algo más tarde de lo acostumbrado. Desplegó el caballete, colocó un lienzo, y organizó sus pinturas y su cuaderno de bocetos. Llevaba idea de pintar el quiosco de la música, que había quedado precioso después de la restauración. La luz y el color de la mañana eran apropiados, así que se dispuso a la tarea. Le habían prometido una exposición para él solo en la mejor galería de la ciudad y estaba emocionado, aunque algo preocupado por la responsabilidad que eso suponía. Había hecho unas ventas muy buenas en una exposición colectiva anterior, y los expertos y la crítica lo habían alabado. Había conseguido llamar la atención y su nombre comenzara a sonar.

Humberto no lograba concentrarse, de repente el quiosco no le parecía lo bastante interesante; ya tenía su colección de paisajes con fuentes, ríos y pozos. Necesitaba otra cosa. Tendría que esperarse a dormir y soñar. Le gustaba pintar sus sueños.

Fue entonces cuando vio acercarse a una mujer joven que resplandecía bajo el sol. Llevaba el pelo suelto y la brisa se lo había convertido en un halo de oro en torno a su cabeza. El sencillo vestido hasta los pies, color rosa palo, acentuaba su luz. La imaginó descalza, pese a que calzaba sandalias blancas. Ella se sentó en un banco situado junto a un rosal y comenzó a leer.

Humberto oró interiormente para que no se marchara enseguida. Le impactó su belleza, ella irradiaba melancolía, sensualidad y nostalgia de algo. Tenía que captarla. Cogió su cuaderno de bocetos y el lápiz voló sobre el papel. Se sentía profundamente inspirado. Cuando dibujó lo esencial, pasó al lienzo. Aunque ahora ella se levantara y se fuera, podría pintarla exactamente tal como la había visto.

Estuvo pintando hasta que atardeció, sin comer ni beber ni necesitarlo. Recogió sus pinturas y se fue a su casa. Soñó con ella, la vio en el cuadro ya terminado: una mujer bellísima, pensativa y algo triste sentada en un banco leyendo; o más bien, reposando de la lectura con los ojos puestos en el infinito, rodeada de rosas rojas que nacían en sus pies y subían hasta coronar su cabeza. El vestido se había transformado en una leve túnica color de rosa que transparentaba púdicamente su cuerpo blanco y esbelto.

A la mañana siguiente Humberto volvió al parque, exactamente al mismo lugar. Pintó y esperó, pero la mujer no apareció ese día, ni al otro. Llegó a pensar que se la había imaginado. Pero la siguió pintando.


Juan paseaba con su perro por el parque. Pensaba en la inminente presentación de su último libro de poemas y sonreía sin darse cuenta. Estaba contento, y no era para menos. Varios premios literarios y nominaciones adornaban su curriculum poético. No era un recién llegado, de todas formas. Llevaba treinta años en la profesión, y desde los primeros laureles que coronaron su cabeza juvenil hasta la actualidad, crítica y público le habían aplaudido. Había madurado, desde luego. Elegía cada palabra con el mismo cuidado que si fuera un diamante.

Al pasar junto al pintor, se paró. Tímidamente le pidió permiso para ver su trabajo, a lo que Humberto accedió, también con cierta timidez. El cuadro aún no estaba acabado. Sonrieron, se presentaron, y Juan miró. Se sintió sacudido por aquella mujer que parecía nacer entre las rosas. Le inspiró un poema que prometió leer en la exposición.


La inauguración de la exposición finalizó con el poema La Dama de las Rosas, cuyo prestigioso autor leyó personalmente.

En el catálogo aparecía el precio de cada cuadro, pero el de “La Dama de las Rosas” ostentaba la etiqueta “Reservado”. Humberto deseaba regalarle el cuadro a su modelo si lograba encontrarla otra vez. Pero ella no apareció. Con el tiempo, de “Reservado” pasó a pertenecer a la “Colección Privada del Autor”.

Juan dedicó su poema a la desconocida que lo había inspirado, pero tampoco la vio nunca ni en las presentaciones ni en las lecturas de su obra.


Veinte años después, Eugenia acompañó a su hijo a comprar un libro de arte. En la tienda especializada el chico miró y hojeó diferentes libros, hasta que sus ojos cayeron sobre el cuadro que ilustraba la portada de uno de ellos. Llamó a su madre con voz entrecortada. El dueño también se acercó, solícito, para asesorar.

—Es la obra del pintor Humberto Álvarez, y éste es su cuadro más importante, “La Dama de las Rosas”. El poeta Juan Cortina le dedicó un poema escrito ex profeso para la modelo. También tenemos aquí la lámina —y se la enseñó.

Eugenia temblaba.

—¿Dónde podría encontrar al pintor y al poeta?

—Al pintor no lo sé, señora. Se marchó hace tiempo y vive en el extranjero. El poeta ya murió, y está enterrado en nuestro cementerio. Respecto a sus libros, puede encontrarlos en cualquier librería. Era una celebridad.

Eugenia compró dos libros, uno para su hijo y otro para ella, y la lámina. En una librería cercana adquirió el poemario correspondiente de Juan Cortina, uno de cuyos libros había leído hacía años.

Pocos días más tarde, Eugenia depositó sobre la tumba del poeta un ramo de rosas rojas.

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