Los Caballos de Uranga

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Los Caballos de Uranga

Por: Debedea

Darío vivía con su padre en las llanuras de Uranga (Argentina), ubicada a 30 km de la ciudad de Rosario y a 210 km de la capital de la provincia de Santa Fe en una hacienda que contaba con 26.000 hectáreas en la que se cultivaban principalmente patata y soja. El clima es húmedo y templado en la mayor parte del año se denomina como clima templado pampeano, lo que significa que las cuatro estaciones están medianamente definidas. Es favorable para las actividades agropecuarias. La finca poseía una gran variedad de árboles frutales, y dos molinos de agua situados en dos estratégicos puntos de la finca, la actividad estaba enfocada a la explotación agraria y a la producción de pavos, cerdos, gallinas, cabras. Contaba con establo, abrevadero, caballerizas, y con seis magníficos caballos.

Una noche a altas horas de la madrugada, Darío se despertó y escuchó desde las caballerizas el relinchar de los caballos; parecían inquietos. Llamó a su padre y éste salió, pero todo parecía estar en orden, la puerta estaba cerrada y trabada y volvió a la cama.

A la mañana siguiente, cuando su padre se disponía a empezar sus quehaceres diarios, se dio cuenta de que la puerta de la cuadra estaba abierta, entró sorprendido, pues la noche anterior se aseguró de que estuviera bien cerrada. Lo que vio en su interior lo dejó perplejo, tres caballos estaban exhaustos, sudorosos, como si hubieran estado galopando toda la noche, pero hubo algo que lo dejó todavía más desconcertado, los tres caballos tenían una extraña trenza en la crin, como las que les hacen los gauchos para agarrarse cuando los montan a pelo, pero éstas eran más finas y enmarañadas. No entendía nada, despacio Héctor fue deshaciendo las trenzas, les dio agua y los dejó descansar.

Cogió a los otros tres caballos para realizar las tareas habituales, había mucho que hacer en la finca, y no volvió a pensar en lo ocurrido. Darío se encontraba en la escuela, tenía un largo trayecto antes de llegar a casa. Estaba a punto de sonar la campana para dar la clase por finalizada, cuando la oyó salió corriendo, bajando los escalones del edificio de dos en dos, estaba ansioso por salir. Al llegar a casa fue directamente a la cuadra, le gustaba acariciar a los caballos, les hablaba contándoles cómo le había ido el día, luego iba a ver al resto de animales, asegurándose de que tenían comida y agua. Entró en casa, su padre estaba en la cocina.

– Hola Papá, ya estoy aquí. Me he pasado a ver a los caballos y me ha parecido que estaban muy cansados.

– Hola hijo, sí, no lo entiendo, esta mañana cuando me he levantado los he encontrado agotados, como si no hubieran parado de correr, pero no han salido de la cuadra. No sé, es algo muy raro. Venga que la comida ya está en la mesa, vamos a comer.

La tarde transcurrió con total normalidad, el chico se encontraba en su habitación haciendo los deberes; el tema que el maestro tenía puesto para su desarrollo, era el de las constelaciones. A Darío no le suponía ningún esfuerzo, pues todo lo relacionado con el universo le encantaba.

El cielo se iba oscureciendo, las nubes parecían que en cualquier momento fueran a romperse, la temperatura había descendido considerablemente, una gran tormenta se cernía sobre la hacienda con riesgo de provocar un fuerte tornado generado por una masa húmeda y fría y otra seca. El raro comportamiento de los caballos no era cada noche, sino solo algunas noches.

Eran alrededor de la cuatro de la mañana cuando de nuevo se escuchó relinchar a los caballos, estaban muy agitados, la puerta de la caballeriza estaba abierta de par en par. El padre de Darío miró a través de la ventana de su dormitorio, vio a dos de sus caballos trotando frenéticamente por la pradera haciendo movimientos extraños, como si quisieran quitarse a alguien de encima, pero nadie los montaba. La tormenta estaba descargando con fuerza, pensó: – No pueden salir del perímetro, ya volverán – y se acostó.

La tempestad había dado paso a la calma empezaba un nuevo día. El padre de Darío se dirigió a la cuadra, no salía de su asombro, la puerta estaba cerrada sujeta con la madera que reforzaba el portón. Lo primero que le vino a la cabeza fue que su hijo se hubiera levantado en plena noche y que él hubiera cerrado, atracando la puerta. Decidió que ya se lo preguntaría más tarde, presa del desconcierto entró, en un rincón, se encontró a los dos caballos acostados agotados, mojados con una trenza cada uno en la crin. De nuevo les desenredó la trenza, los secó, les dio agua y los acarició, se oyó en voz alta decir: – pero ¿Qué ha pasado? ¿Qué han estado haciendo? ¿Quién les ha abierto la cuadra? No había respuesta a ninguna de las preguntas. Poco después llamo a Darío a desayunar y preocupado le pregunto:

– Hijo, ¿has ido esta madrugada a las cuadras?

– No, papá ¿Por qué me lo preguntas?

– ¿Estás seguro?

– ¡Claro que sí!

– Pero ¿Qué te pasa? – Héctor, no respondió.

Habían transcurrido varias noches y el incidente no se había vuelto a producir. El padre de Darío se dirigió al pueblo para hacer acopio de provisiones, entró en el bar y se sentó a desayunar en la barra. Un viejo amigo estaba bebiendo café en una mesa, se acercó y lo saludó.

– Hola Raúl ¿Cómo andas?

– Hola Héctor, bien ¿y vos?

– Estoy preocupado.

– Quería comentarte algo.

– ¿Qué pasa? – Pregunto Raúl.

Héctor le contó lo que le había sucedido con los caballos. Su amigo le dijo que se esforzara en recordar las fechas en las que ocurrió, pues tenía una teoría: Cada vez que los caballos se escapan coincide con el fallecimiento de algún vecino, y dependiendo de la cantidad de caballos, por ejemplo; si se fugan dos o tres significa que han muerto esa cantidad de personas. En cuanto a las extrañas trenzas, es la muerte que se las hace, y los monta para festejar las almas que va a llevarse.

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