La estilográfica de Poe

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La estilográfica de Poe

Por: Salvador Calvo

– Y con ustedes, el ganador de esta edición del concurso Edgar Allan Poe de relato breve, la joven promesa, Eduardo Planas…

El presentador del concurso se retiró unos metros del atril, aplaudiendo tal como hacía el publico sentado a las mesas, dando una ruidosa acogida al joven que, con una amplia sonrisa, se puso en pie y, saludando con la mano, se acercó al micrófono que el maestro de ceremonias había dejado huérfano de voz.

– Gracias a todos los presentes por su amabilidad y sus cálidos aplausos. Les aseguro que si no fuera tan duro de oído, me hubieran sonado como música celestial.

Se oyeron risas entre los asistentes. Algunas toses y, apagado, al fondo, el tono de un móvil que alguien se apresuró a silenciar entre maldiciones masculladas.

– Es un placer para mí,- prosiguió el joven – estar hoy aquí con ustedes y en compañía de colegas de letras tan ilustres como los que me acompañan.

Hizo un ademán con el brazo, señalando a los otros tres ocupantes de la mesa presidencial, los finalistas del premio: un hombre mayor con barba entrecana y gafas de montura dorada, una mujer madura, pero de indudable atractivo, y un señor bajito de mirada miope que no paraba de pasarse la mano por una brillante e inmensa calva.

– Participar con ellos ha sido todo un reto, pues no esperaba ganar, dado el alto nivel de mis adversarios, y un placer por haber tenido la oportunidad de conocer en persona a algunos de los autores que con su ejemplo me han animado a dedicarme a las letras. Así, quiero agradecer al público, al jurado y a mis colegas por la obtención de este premio: si bien la dotación económica me ayudará a llegar a final de mes (nuevas risas entre el público) lo que me ha hecho una ilusión enorme es recibir esta pluma estilográfica con la firma grabada de Edgar Allan Poe, y que es para mí un símbolo y un recordatorio de que ya soy, al menos técnicamente, un escritor. Estoy seguro de que con ella y su inspiración, escribiré algún día todo un best-seller. Gracias a todos.

Con la estilográfica en alto, el joven volvió a sentarse entre sus compañeros, mientras éstos y el público aplaudían educadamente. Aquella noche, en el bar del hotel donde se había desarrollado todo el evento del concurso y la recepción posterior, Gregorio Crintallada, con su barba cana y sus gafas de montura dorada, estaba tomando a pequeños sorbos un bourbon, sentado a la barra, con la mirada perdida en dirección al camarero que le había servido la copa, pero sin verle. El evento lo había dejado agotado y con un regusto amargo. Atrás habían quedado los años en que podía aguantar sin cansancio varios días de gira en presentaciones de libros, ferias literarias y firmas de ejemplares, una ciudad tras otra, miles de caras preguntándole por su obra o pidiéndole un autógrafo dedicado. Los años en que los hombres lo admiraban o envidiaban y las mujeres lo deseaban. Por su fama, sí, pero eso a él siempre le había importado un ardite a la hora de aceptar lisonjas de unos y favores de otras. Además, su cansancio estaba entreverado de hastío y enfado. ¡Ese niñato! Ganar el concurso con un relato así, casi sin estilo ni estructura. “Un soplo de aire fresco, sangre nueva y una joven promesa”, había dicho el maestro de ceremonias…¡Bah! Pamplinas. El concurso debería haberlo ganado él, Gregorio Crintallada y Basté, autor consagrado, y una autoridad en relatos cortos, y no un imberbe que se creía escritor por saber juntar cuatro palabras con uno de esos procesadores de textos de ahora. El sabor del bourbon apenas llegaba para paliar la rabia que sentía. Cierto que hacía años que no publicaba ninguna novela de éxito y que malvivía con presentaciones y alguna conferencia, dando clases particulares y sobre todo con el mínimo rédito que le quedaba de su anterior gloria. ¡La maldita estilográfica de Poe debería ser suya! Él, que aún redactaba sus escritos a mano era más digno de tenerla que cualquier mindundi informatizado del tres al cuarto. Notó una mano en el hombro. Alguien lo estaba saludando desde atrás, y no había entendido lo que le decía, ensimismado como estaba, rumiando su rencor.

– Perdón, ¿cómo dice? – inquirió, dándose la vuelta y encontrándose cara a cara con Eduardo Planas, el flamante ganador de la estilográfica de Poe y objeto de sus reproches mentales.

– Le decía que me alegro de encontrarlo aquí. Quería hablar con usted para agradecerle sus palabras de ánimo en la presentación y mostrarle mi admiración. He leído varios de sus libros. Me encanta en especial “El susurro del faro”, que es una de mis novelas policíacas favoritas. De hecho, tengo un ejemplar en mi habitación. Lo traje con la esperanza de que usted asistiera como jurado y me lo firmase. Imagínese mi sorpresa cuando supe que era usted uno de los finalistas. Aun no puedo creer que haya ganado yo.

“Y yo tampoco puedo creerlo.” Murmuró Gregorio para sus adentros. “Ya te encontrarás algún día con un bloqueo creativo, con editoriales que te dirán que estás acabado. Ya te harás viejo, Eduardo Planas, y te abandonará la musa por otros más jóvenes”. Pese a estos pensamientos negros, Gregorio compuso su mejor sonrisa falsa y palmeando el hombro del joven le dijo:

– Por supuesto que sí. Será un placer firmarle ese ejemplar de “El susurro del faro”.

Ambos hombres abandonaron el bar, en dirección al ascensor. Por el camino hasta la habitación de Eduardo, en el tercer piso, comentaron las obras finalistas y se rieron de las torpezas del maestro de ceremonias. Una vez en la estancia, el joven sacó de la maleta que tenía junto a la cama un ejemplar bastante usado del libro en cuestión y se lo entregó a Gregorio. La portada mostraba la foto de un faro a contraluz del crepúsculo, con dos coches aparcados junto a su base, con las luces encendidas iluminando dos figuras humanas que se dirigían a la entrada del edificio. En la contraportada, la foto de un Gregorio mucho más joven, sin apenas canas, le devolvía la mirada.

– ¿Sabe, Eduardo? Sólo le voy a pedir una cosa a cambio de firmarle el libro. Déjeme hacerlo con la estilográfica de Poe que ha ganado hoy.

El muchacho lo miró sorprendido.

– La estilográfica de un escritor es como su mujer. No se presta. – dijo medio en serio, medio en broma.

– ¡En justicia, esa estilográfica la tendría que haber ganado yo!- gritó el viejo, con los vapores del bourbon nublándole la mente y abriendo las compuertas a la inundación de su rabia acumulada.

Con la fuerza que le daba ésta, empujó a Eduardo, que trastabilló hacia atrás, y tropezó con la maleta. Un crujido espantoso sonó en los oídos de Gregorio, al golpear la cabeza del muchacho con el pico de la mesita de noche. El cuerpo de Eduardo quedó desmadejado en el suelo, mientras un charco de sangre se formaba bajo él.

– ¡Santo Dios!- masculló Gregorio, notando cómo una arcada ponía el vómito con sabor a bourbon en su garganta. Con esfuerzo, tragó. Se rehízo, pasando el dorso de la mano por su boca y respirando hondo, tomó una decisión.

Usando su pañuelo para no dejar huellas, volcó el contenido de la maleta y de algunos cajones en el suelo. Conteniendo su repugnancia, vació los bolsillos de Eduardo. Su cartera, el cheque del premio y la estilográfica dorada con la firma grabada de Edgar Allan Poe. Con suerte, cuando encontraran el cadáver pensarían que había sido un robo. Se desharía de la cartera y del cheque. No iba a ser tan estúpido como para inculparse cobrándolo. Solo conservaría la estilográfica. ¡Era suya! ¡Él debería haberla tenido desde un principio! Y además, nadie sabría nunca que la tenía. La necesitaba para volver a escribir un gran best-seller. Abandonó el hotel en menos de una hora. Con suerte nadie lo relacionaría con la muerte del ganador del concurso. Cinco meses más tarde, Gregorio recibió una llamada de su editor. La estaba esperando desde que le había enviado su obra más reciente. Escrita a mano con la pluma de Poe, desde luego. Estaba convencido de que iba a ser un éxito de ventas, mejor incluso que “El susurro del faro”.

Gregorio, ¿podrías venir a mi despacho? Es urgente. Tenemos que hablar de tu último manuscrito.

Cuando llegó, su editor lo estaba esperando sentado tras su amplio escritorio lleno de papeles. En el despacho había otro hombre, que no conocía, sentado en un rincón fumando un cigarrillo.

Te presento al inspector Gálvez, del departamento de homicidios de la comisaría central. Quizá puedas explicarnos esto, Gregorio. – le dijo alargándole el texto que el escritor le había hecho llegar aquella mañana.

Gregorio, reconoció su propia letra en el manuscrito, y un horror indescriptible creció en su pecho al leer las primeras palabras, que no se correspondían en absoluto con el relato que él había redactado en los últimos cinco meses. Un sudor helado le resbaló por las sienes, mientras sus ojos no daban crédito a lo que leían. “ Yo, Gregorio Crintallada y Basté, confieso, de mi puño y letra, en pleno uso de mis facultades mentales y sin recibir ningún tipo de coacción para ello, el asesinato de Eduardo Planas, la noche del…”

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