Por: Jesús Mira Navarro
Yo tenía una perrita a la que adoraba. Y digo tenía y adoraba porque finalmente nos separamos. Fue su empatía la que me arrastró hasta una situación insufrible.
Una tarde, paseando sin destino las calles de la ciudad, me acerqué al escaparate de una tienda de mascotas y allí, detrás de los cristales, en una cama hecha a base de tiras de papel de periódico, estaba ella. En cuanto me vio se levantó y empezó a dar vueltas sobre sí misma buscándose el rabo, a dar saltos y cabriolas, luego se detenía y comprobaba si seguía observándola. Su alegría y ganas de agradar me cautivaron. Sentí que la deseaba casi tanto como ella deseaba acogerse a mi cuidado.
Aquella perrita especial era una bichón maltesa, levantaba poco más de un palmo, pelo blanco rizado y patitas cortas que movía con tanta rapidez que, aún a zancadas como yo la perseguía, ella siempre iba delante.
La llevaba vestida con una camiseta rosa, un collar de pedrería y le arreglaba un mochete en lo alto de su cabecita con un lacito también rosa. En invierno le ponía unos peucos rosas, para que no se le enfriaran las patitas.
No diré que sólo le faltaba hablar, pero sí que tenía una mirada que atrapaba los más nobles sentimientos del corazón. Todo el mundo decía que era muy lista, que todo lo comprendía al instante.
Cuando la sacaba a pasear para que hiciera lo suyo, dejaba un montoncito, se adelantaba tres pasitos y volviendo la cabecita asomaba sus ojos por entre las virutas de su flequillo para tentar mi opinión. Yo le sonreía y recogía «el regalo» para echarlo a la papelera.
Me inclino a pensar que creyó que mi acción se debía a que, imitando a sus congéneres, no solo apreciaba el olor de aquellas defecaciones sino que iba un poco más allá y las guardaba en esos contenedores callejeros.
Empezó a hacer de a poquitos. Primero dos montoncitos, que yo recogía, luego tres y yo también los envolvía en el plástico. Poco tiempo después aquello se convirtió en un terrible castigo, cada pocos metros dejaba su identidad fecal.
Terminaba de dejar su muestra, adelantaba tres pasitos y volvía su cabecita para observarme con su tierna mirada esperando mi agradecimiento. No podía reprimir que se me escapara una sonrisa de condescendencia. Si hubierais visto su caída de ojos también os hubierais sentido enternecidos por su expresión. Seguía caminando y parecía que movía las caderas orgullosa del deber cumplido.
Cuando esa costumbre de ir repartiendo en pequeñas dosis sus excrementos se convirtió en vicio ya era tarde para que comprendiera que no era satisfacción precisamente lo que me causaba su comportamiento.
Pero no se me ocurría ningún método para que cayera en la cuenta de su error. Decidí acudir al consejo de un profesional.
—Debe ser una diarrea —dijo el veterinario—. Traiga una muestra y le haremos un cultivo.
En mal momento le hice caso. Acentuó su manía de ir dejando montoncitos cada pocos metros cuando advirtió que no solamente recolectaba lo que ella iba dejando, sino que además lo envolvía y se lo llevaba a aquel amigo tan simpático que la subía a una mesita cubierta con una sábana verde y la acariciaba mientras le susurraba frases cariñosas.
Era una diva que interpretaba los silbidos como aplausos.
Le di mi opinión al veterinario. Me miró con indulgencia y me expuso una serie de casos clínicos que él diagnosticó como «Patología alternante de los esfínteres».
¡Claro! ante el veredicto de un experto, mi opinión valía menos que los residuos que yo iba recogiendo en bolsitas de plástico.
Se inició un completo protocolo de diagnóstico a base de ecografías y tomografías. La perrita se crecía con todas esas exploraciones que para ella eran la evidencia de la admiración que sentíamos.
Los resultados de las pruebas de imagen fueron concluyentes: «Ausencia de datos patológicos».
Llevaba gastada ya una fortuna en mi bichón maltesa. Si al principio le ponía una camisita rosa, un lacito en el mochete y un collar de pedrería, ahora instintivamente y para bajarle los humos, y puesto que íbamos de cara al verano, había decidido que la raparan.
Sin embargo era incapaz de dejar de cuidarla y seguí el consejo de su veterinario:
—Pues, debe ser cosa del psicólogo —me dijo.
Y ahora sí que empezó un calvario de visitas a un gabinete que casi me lleva a mí mismo al manicomio. Íbamos tres tardes a la semana. Tenía la mayor parte de mi tiempo ocupado con los problemas de mi perrita. Le hicieron una serie de pruebas de personalidad y actitudes, estudiando las motivaciones de su comportamiento, el grado de estrés, su capacidad de aprendizaje y por fin, definiendo la estructura de su personalidad. ¿Puede una perrita tener personalidad? Quizás sí, pero ¿estructura de la personalidad? ¿No era llevar las cosas demasiado lejos?
Se me estaba acabando la paciencia. Empezaba a odiar a esa caprichosa y endiosada perrita. O la llevaba al monte, o a la protectora, pero allí se me iba a caer la cara de vergüenza. ¿Qué iba alegar para el abandono de una perrita tan dulce y cariñosa? Y si contaba el problema entonces se iban a reír de mí, y eso sí que no.
En principio decidí llevarla al monte para que la naturaleza diera cuenta de aquellas joyas que iba esparciendo. Ya no le prestaba atención, pero ella continuaba con su costumbre de dejar varios montoncitos. Repetí las excursiones durante meses. Una mañana la perdí de vista. No la encontré, claro que para ser sincero he de confesar que tampoco insistí en la búsqueda.
En aquellos momentos sentí alivio, pero os queréis creer que ahora la echo de menos, que había llegado a convertirse en una compañía insustituible, que me tenía el tiempo y toda mi vida llenos de sentido.
Y es que a veces el ruido que hacen algunos seres a nuestro alrededor es música que añoramos cuando han desaparecido.
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