Otoño

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Otoño

Por: Lunática

Otoño. Época de transición hacia un frío y largo invierno. La luz del día se hace cada vez más breve y las noches más profundas y oscuras.

Mi espíritu se iba apagando conforme se aproximaba más rápido ese túnel, de noches solitarias y eternas. Sentía constantemente la necesidad de huir de él en sentido contrario, pero cada mañana la sensación de flaqueza me hacía más consciente de lo inútil que puede llegar a ser luchar contra el paso del tiempo.

Esa mañana la luz del sol entraba en mi habitación por la ventana, me desperté con un rayo de sol rozando mi rostro. Era un día luminoso y, aunque ya se intuían los primeros fríos del otoño, el sol aún calentaba e invitaba a salir a respirar. Un intenso anhelo interno de volver a encontrar mi lugar en el mundo me hizo levantarme y vestirme deprisa, para no dejar pasar esas ganar de aspirar profundamente.

Salí apresuradamente de mi casa sin ningún destino definido, pero mis pasos me guiaban solos hacia mi lugar favorito, un gran parque situado enfrente de mi casa y que se veía desde mi pequeña terraza. Un sitio amplio y reconfortante, lleno de rincones vivos y mágicos. Era un parque inusual, dibujado por colinas repletas de pequeños pinos en crecimiento, arbustos de jara, encinas y olivos. Había numerosos riachuelos que desembocaban en varios lagos, con patos de diferentes colores que nadaban a su antojo y rodeados de chopos en sus márgenes. El olor de la jara en esa época era intenso y me transportaba a mi niñez, cuando salía a la montaña con mis padres y mi hermana en invierno, con el viento helado, impactando contra nuestras caras y con el deseo de llegar a casa para entrar en calor con la comida casera de mi madre sentados junto a la chimenea en una mesa antigua color crema y patas de hierro que le habían regalado a mis padres recién casados. Solíamos envolver patatas y boniatos en papel plata y dejábamos que se hicieran lentamente en el fuego, mientras observábamos el chisporroteo de las llamas. Esa era la mejor recompensa después de desafiar al frio y nos hacía sentirnos satisfechos de superar las inclemencias de la temperatura invernal. Creo que fue la última vez que recuerdo sentirme segura.

Los caminos del parque estaban cubiertos en su gran mayoría por un manto de hojas marrones, amarillas y naranjas. Me rodeaba un profundo silencio, roto algunas veces por el canto de algún pájaro. Había deambulado por esos caminos muchas veces, pero ese día los percibía de una forma diferente, como si todo fuese un conjunto maravilloso que me envolvía intentado decirme algo. Me sentí inspirada y llena de paz. Conforme seguía avanzando me adentraba más en lo que me imaginé como un cuadro impresionista, en el que desde cerca todo son manchas de colores al azar, pero cuanto más te alejas empieza a cobrar sentido. Yo era la protagonista de aquel cuadro, a la vez que observadora y crítica, una auténtica espía de mí misma.

Me detuve a un lado del camino, en una zona de césped verde y un riachuelo a mi derecha, con una necesidad imperiosa de escribir mis pensamientos y dispuesta a disfrutar de cada sensación. Abría mi viejo cuaderno negro, lleno de mil garabatos, poesías y cuentos inacabados. Destapé mi bolígrafo y me puse a escribir. Cerré los ojos y pude escuchar el tímido sonido del agua resbalando por las piedras que formaban el fondo, el silbido del viento meciendo los pinos y los chopos, el canto de los pájaros y un intenso olor a césped mojado después de llover. Conecté enseguida con todo lo que me rodeaba y me sentí plenamente consciente de mi presencia y de la Suya.

Él y yo llevábamos demasiado tiempo alejados el uno del otro. Recordé que hacía muchos años solíamos hablar, de manera cariñosa y confiada. Él representaba mi lado más cabal. Seguí recordando muchos buenos momentos vividos juntos y no lograba comprender qué había ocurrido para terminar resonando en frecuencias absolutamente opuestas. Creo recordar que todo comenzó en mi juventud, quizá fue la necesidad de ponerle fin a la tortura de mi alma por insistir en hacer permanente lo correcto o quizá solamente por rebeldía, pero empecé a alejarme y a situarme entre el odio y el miedo. Había vivido una etapa muy larga de mi vida con un mismo patrón de comportamiento, un adoctrinamiento moral constante y una opresión religiosa ejercida sin piedad. A menudo pensaba lo retorcido que se puede llegar a ser en Su nombre.

Sentí entonces que alguien abría lo que para mí había sido hasta ese momento una puerta cerrada y prohibida a la vida, con una llave de fuego. Me acerqué tímidamente a esa puerta y con cierto temor a lo que podía encontrar, me asomé. Lo que empecé a ver y sentir me sedujo totalmente, empezó a cautivarme una especie de demencia igualmente peligrosa que atractiva. Mi absoluta inmadurez y mi desconocimiento del mundo me llevaron a romper las cadenas que me ataban al sacrificio y el aburrimiento. Abrí la puerta de par en par y hui. Confieso que fue una huida radical, como un péndulo dorado de un reloj antiguo, que se mece entre dos extremos pasando inadvertido del centro.

La nueva perspectiva del presente se me antojaba excitante y desconocida por completo. Cada nueva experiencia era alocadamente intensa. Me dejaba llevar por la rapidez del tiempo y por la necesidad de una inmediatez absoluta que saciase, de alguna manera, el vacío que Él había dejado en mi interior. Poco a poco ese vacío se fue llenando de falsas promesas y continuadas desilusiones y miedos. Éstos últimos, sobre todo, se apoderaron de mi y se instalaron cómodamente en mi interior, creciendo y haciéndose cada vez más inevitables y constantes. Supongo que lo más inteligente hubiese sido enfrentarme a esos miedos y localizar el origen, pero tenía el presentimiento de que lo que podía descubrir sería demasiado decepcionante para una adolescente en ebullición, optar por procrastinar era la mejor opción para continuar sin sobresaltos.

La vida me parecía mucho más intensa y divertida, me sentía libre, libre para pensar y para actuar, con alas propias y comenzando a volar por primera vez, sin ningún sentido ni dirección determinada, solo huyendo de la perfección y de todo lo que percibía que me estaba estancando. Necesitaba tener la capacidad de decidir y no ser una mera marioneta en Sus manos y en las de ellas. Y lo más atractivo de todo era, por fin, dejar de hacer lo que hasta ese momento me habían instruido como correcto, probar lo prohibido.

Supongo que como a cualquier principiante, que desconoce los límites, aquello se descontroló un poco. Todos esos límites me llamaban y cuando acudía me instaban a saltarlos por encima, dejando en su estela la temida culpa. Esta hizo su trabajo a la perfección, lenta y silenciosamente, menospreciando mi ser y poco a poco fue alimentando al miedo y construyendo un camino de insatisfacción. Recordaba aquellos años de una forma agridulce, como los mejores y los peores. Me convertí en una mujer superficial, sin ganas de encontrarme, pero con un constante vértigo a seguir caminando. Mi interior estaba descolocado, lo sentía fracturado y me dolía. Así que dejé de sentir sin proponérmelo, la fuerza de huir seguía siendo más fuerte que la de pensar, por no mirarle a El otra vez.

Poco a poco dejé de ser transparente y empecé a moldearme a mi misma. Quizá el odio era la justificación que necesitaba para seguir alejándome; pero la distancia entre nosotros comenzó a no ser suficiente y así inicié una defensa definitiva, la construcción de un muro. Había pasado de huir a crear un nuevo espacio defensivo contra, lo que percibía, como una criatura abominable y furiosa. Lo curioso es que nunca visualicé a esa criatura persiguiéndome, solo habitaba al otro lado del muro y eso ya era suficiente para alterar mi nueva forma de vida. El muro fue creciendo en altura, no en anchura, aunque daba lo mismo, Él siempre encontraba la manera de llegar a mí porque lo que ignoraba entonces, era que Él ya estaba en mí y yo solo estaba huyendo de mí misma.

De pronto escuché, traído por el viento, un susurro que decía “Te estaba esperando, te he estado esperando todo este tiempo y estoy aquí”. Por un instante dudé si lo que había escuchado no sería mi propia imaginación o fruto de mis deseos de recibir una respuesta, pero algo en mi interior me decía que era Él. En ese instante me pregunté si estaba dispuesta realmente a iniciar esa conversación, apenas sabía qué decir, ni cómo hacerlo ni con qué intención, pero algo tenía muy claro, a Él no podía engañarle, conocía la respuesta antes de realizar la pregunta, aún así siempre me esperó pacientemente.

De nuevo el viento me trajo otra pregunta, esta vez con voz más fuerte y templada ¿Crees que estoy aquí?. Caí entonces en la cuenta de que no sabía la respuesta. Entonces Él empezó a explicarme: “pensé en ti, antes incluso de que existieras, cuando naciste te nombré, me tatué en tu alma durante tu infancia y sujeté tu mano en la adolescencia. Deseaba poder retenerte a mi lado por toda la eternidad, como una madre cuida de sus hijos, temerosa de los peligros y sufrimiento del mundo; pero te hice el mejor regalo posible, la libertad y toda capacidad de decisión perpetua. En ese momento, tú decidiste alejarte y comenzar a odiar. Con el paso del tiempo ese odio se convirtió en desprecio y más adelante en indiferencia. Sin embargo, te hice un segundo regalo por tu nacimiento, la memoria. Cada paso en el que te alejabas de mí, te recordaba lo felices que fuimos una vez, por eso siempre acabas retornando a mí, de una manera u otra, buscando esa inocencia perdida. Ahora necesitas volver a creer con una nueva forma de amarme. ¿Puedes hacerlo?”.

La voz cesó y se marchó con el viento, como un soplido de un gigante. Volví a encontrarme sola, en aquel césped verde, inquieta y aturdida. No soportaba la idea de haberle defraudado, aunque también sabía lo mucho que nos amábamos y eso era mucho más fuerte que cualquier error cometido, por muy grave que hubiese sido.

Como si de un hechizo se tratase sentí una tremenda necesidad de pedir perdón, ya lo había hecho anteriormente, pero esta vez era diferente, lo hice con total consciencia e intención sin reservas de no alejarme otra vez. La intención lo era todo, esto era nuevo y lo máximo que podía ofrecer de mí misma.

De nuevo una fuerte ráfaga de viento, comenzó a soplar a mi alrededor, llevándose a rastras todos mis miedos, mis culpas y los rencores. Entonces percibí que nunca más llegaría al túnel que tanto me afligía. Sentí una extraña fuerza que me hacía ascender, como si un hilo transparente tirase de mis hombros al más puro estilo marioneta. Me observé desde fuera, mi cuerpo seguía tumbado, rozando el agua con las yemas de los dedos y con una sonrisa en los labios, una sonrisa de tranquilidad y felicidad.

El cuerpo ya no pesaba, el dolor se había marchado y sentía que flotaba sobre el suelo. Se destapó mi vista y todo era más hermoso y brillante. Me llegaba un intenso olor a rosas frescas y observé por última vez aquel cuadro perfecto, el agua en el riachuelo, los chopos bailando, las aves volando, el lago, las flores, y Yo, todo formaba un conjunto precioso de colores.

Me alejé de allí, sonriendo sin remedio y con una última ráfaga de viento Él me recogió suavemente y se llevó mi sonrisa y a mí.

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