Caprichoso Destino

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Caprichoso Destino

Por: Tiare Tarazona Puig

Ágata poseía una gran belleza, de tal envergadura que hacía perder el control a cualquiera. Tenía cabellos negros como la oscuridad, con rizos ahuecados, ojos verdes claros y una perfecta sonrisa sin mencionar su bien proporcionada y esbelta figura. Era una joven de veinticinco años que había acabado recientemente en la facultad de derecho y un máster de económicas. No tardó mucho tiempo en conocer a su “Sugarddady”: Fernando. Ocurrió en un acontecimiento organizado por él.

En cuanto al hombre se refiere, tenía una multinacional de coches de lujo. Se había casado dos veces, de cuyas uniones tuvo tres hijos. Del primer matrimonio con Leticia nació un varón muy inteligente y aplicado en sus estudios cuyo nombre era Alejandro. En el segundo matrimonio, con su ex esposa Cecilia, tuvo gemelas. De porte elegante, ojos color turquesa y cabellos castaños claros, Sofía, una de ellas, quería triunfar en el mundo de la moda como diseñadora; en cambio su hermana Naya se decantaba más por ser actriz. Pese a que su padre se oponía, la madre de las adolescentes las apoyaba queriendo así su máxima felicidad.

Fernando, hastiado de las relaciones serias, conoció a Ágata en la fiesta. La joven de ojos verdes claros fue invitada a través de una amiga de la prostitución de lujo. Cuando las miradas se cruzaron entre el hombre rico y la hermosa muchacha, ambos comprendieron el beneficio que tendrían el uno del otro.

Al principio fueron copas, cenas y encuentros casuales donde el sexo esporádico fluía como un riachuelo que desembocaba en el mar de la lujuria. El hombre multimillonario, a medida que iba pasando el tiempo, necesitaba agasajarla con joyas y prendas de ropa cara, hasta incluso le regaló el coche más cotizado del mercado para retenerla a su lado. Se obsesionó a tal nivel, que no permitía que otro hombre la tocase.

Ágata se dejaba “querer” y ahorraba todo cuanto podía para montarse un negocio, del que todavía no estaba segura, pero le necesitaba para sacarle lo máximo. Pese al mutuo acuerdo de no enamorarse el uno del otro, Eros hizo su hechizo. Tal fue su flecha que impactó en ambos que hasta los celos se les apoderaban cuando veían a alguien que no fueran ellos; los dos montaban en cólera. Un ejemplo clarividente fue cuando un galán se aproximó a Ágata para pedirle fuego y de paso su número de teléfono. Evidentemente, Fernando se percató. Se enfureció tanto que el pobre zagal huyó deseando que no le siguiera para no sufrir daño alguno. El propietario de la multinacional tenía modales y valores, por eso supo manejar tan bien la situación que no hizo falta, algo extraño en él, montar una escena y más en público. Ágata se quedó estupefacta ya que ella compartía la misma moralidad.

Ellos se amaban, pero nunca había la oportunidad de abrir ese portal para que ese sentimiento tan longevo y hermoso se pronunciase.

Pasó tiempo, alrededor de un año. Era verano. Fernando tenía una mansión cerca del mar en Marbella e invitó a su amada a pasar unos días con él. Fue como un sueño; la ventana del amor que estaba tapiada se destruyó, dejando así que la pasión se desbordase por los cuatro costados.

Una oleada de concupiscencia se apoderó de los amantes. Tanto fue así que en un tiempo extremadamente breve ya estaban los dos desnudos en la cama. Arqueando la espalda de placer en la cama de matrimonio, ella se estremecía mientras él lamía y jugaba con su sexo. Durante el juego él le tocaba los senos. Unos pechos turgentes, voluptuosos, apetecibles y naturales.

Cuando ella se evadió por completo decidió satisfacerlo hasta el final. Empezó a jugar con su miembro viril poco a poco, hasta llegar a tal velocidad que pudo saborear la esencia que derrochó el falo. No hubo tiempo para mediar palabra cuando con su cuerpo esculpido por horas de gimnasio se puso encima ella. La pasión desenfrenada sucumbió a tal ritmo que ambos terminaron a la vez. Posteriormente, el trato que tuvo de él hacia ella fue tierno y afectuoso.

El éxtasis los había dejado casi rendidos de tal modo que mientras se encendían un cigarro cupieron caricias y besos entre calada y calada.

Llegó el anochecer. Se ducharon juntos por primera vez. El agua recorría sus cuerpos al igual que el jabón con un recorrido lánguido y tierno; se estremecían con el cuerpo a cuerpo de las muestras de afecto bajo la alcachofa de la ducha. Era tal la atracción en todos los aspectos que terminaron haciendo el amor en la ducha. Una vez finalizada la hazaña, se arreglaron y se fueron a cenar a un lugar glamuroso y muy conocido de la zona. Durante la cena, hubo una conexión aún más profunda. Sus conversaciones fueron más distendidas e incluso hubo risas de complicidad. El ambiente era acogedor para la pareja. Cuando terminó la velada decidieron ir a la playa para pasear y poder ver y analizar cada constelación que habitaba en el cielo estrellado tumbados en la arena, como dos mancebos enamorados en plena pubertad.

Pasaron los meses y el vínculo que se propició en Marbella seguía intacto. Fernando, de un modo original, la llevaría al cine y en una de las salas se emitiría la película de sus vidas, y verían juntos en la gran pantalla, con el resto de espectadores, las vivencias de ellos dos hasta el último día. De repente la sala enmudeció, viendo como Fernando se arrodillaba y le proponía matrimonio frente a la multitud. Un anillo trabajado y de diamantes lucía en el anular de Ágata. Poco tiempo después se mudaron a una de las mansiones del hombre emprendedor que había sido siempre Fernando. La boda fue en la misma playa privada que daba a la mansión. Asistieron amigos, familiares y conocidos.

¡Qué caprichoso es el destino! Eros consiguió reunir a dos personas dispares como semejantes a la vez.

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