Por: Zoila
Tengo un negocio que abro bien temprano en la mañana y cierro cuando llega la noche. Prácticamente me absorben, éste, mi familia, una perra y tres gatos. Si a esto le sumo ahora, un personaje que… Todas las mañanas llega a mi puerta y dice llamarse Manuel, golpea reiteradamente solicitando algo de comer o beber y lo hace tan fuerte cuando apenas me he levantado, que de mala gana le contesto.
La única puerta que él toca en esta calle, es la mía.
Manuel, no es de mi barrio, es un indigente que hace largas caminatas sin agua, ni comida, duerme en las terminales y se baña en un lago artificial llamado turbina. Según cuentan los que le conocen, era hijo de familia numerosa y fue abandonado cuando niño, por lo que aprendió a trabajar de sol a sol para ganarse el sustento y se casó. De ese matrimonio, no hubo descendencia y su esposa lo desplazó de la casa aprovechando las señales de locura que ya comenzaban a aparecer. Él no soportó la pérdida y enloqueció totalmente. (Alguien me dijo que la locura es una forma de desconectar al cerebro del sufrimiento que provoca la falta de amor). Yo creo que es verdad, ambas van de la mano. (Amor y locura)
Aquí no se ven muchas personas que deambulen como él, y que toquen determinada casa mucho menos.
En las mañanas, cuando él pasa deja una estela de olores repugnantes que hace que las personas viren la cara o se tapen la nariz. Mi esposo y demás personas me critican diciendo (No le des más nada) y yo les respondo que precisamente él viene porque siente una mano amiga y acto seguido recuerdo el pasaje del indigente y la camarera de un restaurante que le dio de comer pagando con su salario. Al final, éste resultó ser el dueño disfrazado que constataba la atención y comportamiento de sus trabajadores a los cuales despidió al recibir el maltrato y por el contrario, puso a la joven al frente del negocio.
Entonces, es ahí cuando me divierto diciendo que estoy esperando a que Manuel se convierta en gerente o director y me ayude a mí cuando esté jodida.
Todos me miran con cara de incredulidad y me dejan por incorregible.
Un día, Manuel me pidió prestado diez pesos para comerse una pizza. Yo, para quitármelo de arriba le di veinte pensando que no los volvería a ver, pero como su olor era más repugnante de lo normal y la perra ladraba como una demente espantándome a la clientela. Le dije:
—Manueeel por favor, toma y vete… No vuelvas más en un año que me tienes mal.
Él los tomó y se fue, por lo que estuve varios días tranquila, sin Manuel. Pero una mañana que ya me había olvidado de su existencia irrumpió gritando y tumbándome la puerta nuevamente.
—Mi amigaaaa, mi amigaaaaa. (Siempre me decía así)
Yo medio brava con las manos en jarra, le dije:- ¿Y ahora qué…Manuel?
—Nada,…! Yo!
—Sí, ¡ya sé que eres tú!, ¿Qué quieres?
—Nada, vine a pagarte los veinte pesos.
—Siii,… ¿De dónde lo sacaste?
—De mi chequera que me la cobró un amigo.
—Bueno Manuel ya no me pagues nada, cógelo para que te alimentes y me dejes en paz.
—¡Pues no!, cójalo usted que es mi amiga, y no se puede abusar de los amigos.
Entonces le dije:
— Bueno, dámelos acá que yo te los presté cuando te hicieron falta.
Me los dio y se fue tan rápido como vino, y ya en el horario de la tarde, se apareció nuevamente gritando:
—Mi amigaaa, préstame los veinte pesos que me quedé sin dinero.
—Pero, ¿Cóoomo Manuel?
—Sí, me lo robaron.
Luego me contó, que en el lugar donde dormitaba, alguien (tal vez, de la misma condición) le había robado su dinero.
Pues nada, le di los veinte pesos y lo vi alejarse tambaleante como un papalote con sus ropas anchas, roídas y sucias, pensé en las lecciones que me daba, aún, en su locura, cuando me preguntaba al verlo… ¿Qué querrá decirme hoy?, Este indigente que llegó un día y no ha parado de hacerlo, quien me levanta con gritos y golpea mi puerta diciendo. «¡Mi amigaaa, no tienes nada para mí»… o… “¡Yo no tengo nada, pero lo que tenga es tuyo!”. Yyyy… «Si estás casada no le aguantes golpes a ningún hombre!”, “! Cuídate!”.
Hace varios días que no lo veo y como es domingo mi calle está silenciosa, me he levantado bien tarde y he pensado. ¿Dónde estará metido Manuel?. No bien me lo había acabado de preguntar, cuando lo veo doblar la esquina dando tumbos. y gritando:
—Mi amigaaaa, mi amigaaaaa…
—Dime Manuel.
—Bueno qué?…¿no tienes té o café?
—Sí, espera.
Le di el café y acto seguido me dijo:
—No tienes cinco pesos para comerme algo por ahí.
—Si… (se los di y se fue).
La pandemia azotaba al país y todo estaba cerrado, no había margen a la alimentación. Solo comía algo, cuando le daban. En algunos momentos pasé en auto por lugares donde se encontraba o lo veía tirado en portales revisando su jaba sucia o simplemente contando las riquezas que atesoraba (un vaso desechable, dos mascarillas prietas, varias cajas de cigarro estrujadas y guardadas para no tirarlas al piso). Uno de esos días me impactó verlo con la mirada perdida en la lejanía. Se amparaba detrás del humo de un cabo de cigarro que fumaba despacito como si analizara la soledad de sus días o la contemplación existencial de su la locura.
Varias veces más vino a mi casa, con la voz apagada, suplicante y la última vez que lo hizo, me dijo:
—Mi amiga, esto esta malo!
—Si Manuel, tienes que cuidarte que la pandemia esta que chiva.
Luego pasaron varios días más y conocí que recogieron a dos indigentes, que uno de ellos había fallecido y estaba en cueros en el hospital, nadie había llorado ni reclamado su cuerpo.
No me quedaron dudas…
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