La Barbacoa

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La Barbacoa

Por: Mercedes de Miguel

Ese artefacto de piedra que se suele colocar en el jardín de muchas casas es un invento
del demonio que el propietario termina por aborrecer visceralmente, en proporción
inversa al placer que causa a sus invitados.

Así es la triste realidad. El que tiene la ocurrencia de poner en una esquina, en lugar de
un inocente macizo de hortensias, una barbacoa, nunca vivirá lo suficiente para
arrepentirse.

El caso es que le da una pereza infinita estrenarla (¡con lo mona que está limpia!), y son
los amigos, generalmente, los que le azuzan: «¡A ver cuándo hacemos un churrasco,
chaval, que te va a criar telarañas!»).

Después de muchas largas, no le queda más remedio que organizar una velada —
supuestamente improvisada— en la que «todos se encargarán de todo». Pero, ay, el
maestro de ceremonias y el que a la postre tendrá que tiznarse la cara y los dedos de
hollín será el insensato dueño de la dichosa “barbecue”, a la que cantaba Giorgie Dan
con regocijo.

Mientras los amiguetes abren latas de cerveza y se lo pasan en grande, riéndose a
carcajadas (¡pero qué estupenda es la vida campestre!), el hombre de negro pelea con el
fuego como un homínido del Paleolítico, pese a gozar de elementos tan modernos como
un mechero o pastillas de petróleo. La Ley de Murphy dice en estos casos que «cuando
un fuego puede apagarse, se apaga». Conseguido el hecho inenarrable de mantener la
llama encendida más de dos minutos, ésta amenaza con volver a extinguirse. Sopla
como el lobo feroz en el cuento de Caperucita, pero nada. Desesperado ya (no hay que
olvidar que los invitados están hambrientos y ahora comienzan a prestarle algo de
atención, con impaciencia), se pierde en el interior de la casa para buscar el secador de
pelo, que enchufa y dirige con furor hacia las tímidas llamitas. El fuego se aviva de
forma milagrosa, soltando chispas que se dirigen peligrosamente hacia su cara. Se
aparta un poco y deja que crepite, admirándose a distancia de su victoria. Por fin parece
que la cosa va bien. Va en busca de piñas y palitos secos (solo, siempre solo en esta
tarea) para colocar sobre el carbón, no vaya a ser que la falta de alimento lo merme de
nuevo. Los colegas le dan palmadas en la espalda, y alguno le tiende magnánimamente
una cerveza. Se sienta, aparentando estar relajado, aunque mirando por el rabillo del ojo
la evolución del fuego y, por supuesto, sin prestar la más mínima atención a las
conversaciones y risotadas que se producen a su alrededor.

Cuando ¡por fin! se van formando las deseables brasas que harán posible cocinar algo
decente sobre la parrilla, empieza a colocar el churrasco, las sardinas, los muslos de
pollo o lo que quiera que sea. Ahora sí que respira aliviado. Su cometido ha terminado.
Disfruta la segunda birra con verdadera delectación. Ni siquiera es consciente de que
tiene las uñas como si hubiera estado escarbando en el suelo buscando trufas. Y ya están
otra vez las puñeteras llamas amagando un apagón, con todo a medio brasear y, por lo
tanto, crudo.

No puede más. Se levanta con gesto dramático («No me acompañéis, puedo yo solo con
esto») y vuelve con una parrilla eléctrica. Quita de la jodida barbacoa el churrasco, las
sardinas, los muslos de pollo y todo lo demás, y los va colocando parsimoniosamente
sobre ella. Por algo la invención de la electricidad fue posterior a la del fuego.

La fiesta ha sido un éxito, y el hombre de negro aguanta las felicitaciones forzando la
sonrisa cuando se despiden los invitados varias horas después, borrachos como cubas y
con la panza llena.

Todavía tiene pesadillas de vez en cuando con esa última frase que escuchó: «Ha estado
genial. Ya estoy esperando la próxima barbacoa».

Ahora, en el lugar que antes ocupaba ese artefacto del demonio, hay un precioso macizo
de hortensias.

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