El Peor

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El Peor

Ideado, narrado, editado y producido por la perturbadora mente de Manuel Guardia Ramírez

Bajó decidido hacia los pisos inferiores por una estrecha escalera, iluminada por una serie de
fluorescentes en estado defectuoso que tintineaban de manera intermitente a su paso. Se plantó ante
una enorme puerta metálica, e introdujo un código numérico. El panel emitió un pitido conforme la
contraseña era correcta, acompañado de una luz verde. El portón de la morgue se abrió. Se adentró
en la fría y oscura sala, con la puerta cerrándose tras de sí.

Pulsó los interruptores para encender el alumbrado, y se dirigió directamente a las neveras. Leyó los
nombres en las puertas, hasta que en la número tres encontró lo que buscaba. Abrió tirando de la
palanca de la compuerta, y una bocanada de frío mezclado con hedor a muerte le dio de lleno en la
cara. Extrajo la camilla metálica, sobre la cual reposaba una abultada bolsa de plástico. Buscó la
cremallera y tiró de ella con gesto profesional, dejando al descubierto el cadáver que albergaba.

Se detuvo por unos momentos, suspiró y acarició con ternura los suaves y fríos cabellos rubios
paseándolos entre sus dedos. Cuando acabó de deleitarse con el tacto de la sedosa cabellera, le tocó
dulcemente la cara y se inclinó para susurrar al oído del cadáver, con la pesadumbre en su voz:
“¿Por qué has tenido que irte? No te tocaba aún”.

Siguió maravillando el cuerpo, ensimismado en sus pensamientos. Un pequeño vistazo casual a su
reloj de pulsera le hizo advertir que el tiempo empezaba a apremiarle. Se dirigió hacia el abdomen
del cadáver. Lo besó con cariño, y tras acariciarlo una vez más, le hincó los dientes.

Apretó y desgarró los tejidos, mientras masticaba emocionado. Una carne tierna, aún ligeramente
impregnada por el dulzor de la vida llenó sus papilas gustativas. Continuó, emocionado, arrancando
piel, músculos y vísceras, bocado a bocado, bañándose la cara y el uniforme cada vez con más
sangre a cada mordisco que daba.

Absorto en su festival de carne y entrañas, advirtió tarde que el acceso a la morgue se volvía a abrir.

El corazón le palpitó de tal manera que creyó que le saltaría del pecho. Espantado, tiró un pedazo de
hígado que sostenía en la mano, pero no tuvo tiempo para deshacerse de lo que aún tenía en la boca
ni de limpiarse la sangre.

En este estado le encontró su colega y compañero de profesión, con la cara bautizada de rojo y
mascando lo que parecía un trozo de intestino humano.

– ¿Qué cojones estás haciendo? ¿Qué es todo esto?

– No lo entenderías – intentó excusarse -. Yo…

Su compañero, sin atender a las balbuceantes explicaciones que pretendía dar su colega, se acercó a
ver el destrozo que había hecho al cadáver. Observó la grotesca escena, negando con la cabeza.
Cerró los ojos y suspiró para armarse tanto de paciencia como del valor suficientes. Cuando se
sintió preparado, le lanzó una mirada, juzgándole con severidad, pero en la que a la vez se reflejaba
una profunda tristeza.

– Me dijiste que pararías con esto.

– ¡Tú no lo entiendes! ¡Estuve una semana entera cuidando de ella, luchando por su vida! ¡Sin
dormir, mi mundo era pensar en que algún día se recuperaría! Y mírala, así me lo paga… ¡pues si
no quiere vivir en su cuerpo, lo hará dentro mío!

– ¿Cuántos pacientes tienes dentro ya? ¿No crees que ya va siendo hora de parar de obsesionarse de
esta forma y llegar hasta estos niveles?

– Yo soy su médico, haré lo que juzgue mejor para mis pacientes.

– Definitivamente – dijo su compañero, con tono de resignación -, eres el peor pediatra que existe.

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