Sin Rastro de Esperanza

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Sin Rastro de Esperanza

Por: Claudio Rodal

Otra primavera más en la que las lluvias no habían aparecido en el litoral catalán. Mis amigos y yo estábamos tumbados en el parc de la Ciutadella bebiendo cervezas y fumando porros, y yo les preguntaba a qué creían que se debía esta sequía de los últimos años y si creían en ese fenómeno que se comentaba cada vez con más fuerza en nuestro país: el cambio climático. La verdad es que todos se rieron de mí, me dijeron que dejara de pensar en tonterías que no servían para nada. Esa respuesta me hizo reflexionar mucho. En mi grupo de amigos todos compartíamos unos nexos comunes: teníamos entre dieciséis y diecisiete años y pasábamos los días sin hacer nada, íbamos a clase por obligación, suspendíamos la mayor parte de las asignaturas y nuestras familias estaban descontentas con nosotros. Un maldito desastre.

A decir verdad, y sin que sirva para excusarme, hace un par de años, yo era realmente un buen estudiante, aprobaba todo con creces y sentía un especial gusto por la literatura y las artes, pero todo cambió en Bachillerato. Empecé a tener problemas en casa, especialmente con mi padre, ya que él empezó a beber y cuando lo hacía, mamá se enfadaba y éste le propinaba brutales palizas que la dejaban tumbada llorando a ella, y a mi hermano Teo (tres años mayor que yo) y a mí, tiritando de terror. Papá nunca nos puso la mano encima, yo creo que para intentar tenernos de su lado en negociaciones futuras. Al cabo de unos meses, papá se fue de casa y venía de vez en cuando para traernos regalos y jugar un rato con nosotros. Yo le sonreía y hacía ver que lo quería, pero en realidad no era así, no podía perdonar lo que le había hecho pasar a mamá. Como en tantas otras ocasiones de la vida, la procesión iba por dentro.

El caso fue que durante unos meses lo pasé realmente mal y empecé a tomar cosas para evadirme de la realidad. Todo ello trajo como resultado a un chico inexperto tomando contacto con el alcohol y la marihuana. Su consumo se volvió diario y empecé a juntarme con malas compañías.

Consumiendo me evadía de la vida de mierda que me esperaba en casa, y de las pesadillas que tenía con que algún día mi padre consiguiera llevarnos con él. De estas adicciones llegaron las malas notas y, con ello, las preocupaciones de los profesores por un alumno que siempre había aprobado y, sobre todo, que había tenido curiosidad por aprender. Tras estas dudas de los maestros, llegaron las llamadas de la escuela a casa para que vinieran mis padres. Fue un momento terrible, ellos dos y yo sentados enfrente del director de la escuela que se preguntaba cuál era el motivo de este bajón de rendimiento. Yo fui atrevido, sabía que ahí papá no me pondría la mano encima ni a mí, ni a mamá, así que me armé de valor y le conté al director lo que nuestro padre hacía con nosotros y con su esposa. Papá lo negaba y decía que eso eran “tonterías del niño”, mientras que mamá también lo negaba pero por miedo, mientras acudían las lágrimas a sus ojos castigados por el insomnio. El director dijo que el tema no quedaría así y que pondría el asunto en conocimiento de las autoridades pertinentes. Papá se cabreó bastante con él, pero se contuvo para no ponerle la mano encima, porque sabía que eso no haría más que confirmar lo que yo había contado a bocajarro en la reunión.

Tras esa reunión sabía que la vuelta a casa sería un infierno. Me imaginaba a mi madre apaleada y a mi padre furioso. Sabiendo lo que me esperaba, decidí huir e irme a una casa okupa en Nou Barris. En dos meses cumpliría los dieciocho y sabía que me podría marchar por ahí y trabajar en cualquier cosa para ahorrar y poner a salvo a mamá. Pasé la noche en esa casa evadiéndome, es decir, bebiendo hasta olvidarme de todos los problemas que tenía encima. La mezcla en excesivas cantidades me sentó peor que mal, y me desperté con la cabeza en el suelo después de haber vomitado toda la mierda que había bebido. Necesitaba volver en mí, así que me di una ducha de agua fría (tampoco había agua caliente) que ayudó a espabilarme, y a intentar pensar en qué podía hacer y cómo podía intentar solucionar lo que tenía encima.

Estaba preparado para iniciar un plan. Encendí el móvil esperando el aluvión de llamadas de mi madre y de mi hermano, pero solo me encontré con las llamadas de mi hermano y de mis amigos.

Con los nervios a flor de piel y con mil pensamientos negativos rondándome en la cabeza llamé a mi hermano. Justo antes de que me diera tiempo a decir nada me dijo “ven cagando hostias”, y me colgó. Consciente de la gravedad de la situación, ya que mi hermano es un chico muy tranquilo y raramente se aterra por algo, fui volando hacia casa y en media hora estaba delante de nuestra puerta.

Allí me volví a quedar paralizado. Numerosos policías en la puerta, zonas valladas, policías recogiendo pruebas… No sabía qué estaba pasando y empecé a temerme lo peor. Teo salió, me cogió la cabeza, la puso contra la suya y me dijo: “Papá ha matado a mamá”.

Lloramos desconsolados hasta que vi cómo salía de casa un cuerpo tapado en una camilla. Me acerqué y corrí la sábana para ver el cuerpo de mamá. No veía apenas su piel blanca debajo de tanto moratón. Tenía un corte en el cuello por el que seguía saliendo sangre a borbotones. Perdí los nervios. Empecé a gritar que iba a matar a mi padre e intenté entrar en casa dispuesto a encontrarlo y a matarlo, mientras mi hermano me sujetaba y me decía que estaba en busca y captura.

Me fui con mi hermano a vivir a casa de mis abuelos maternos, que nos acogieron a pesar de estar incluso más tristes que nosotros. A los pocos días nos enteramos de que nos quedaba la casa en herencia, puesto que era de mamá. Decidimos ponerla a la venta, en parte por los malos recuerdos que nos traía, y en parte porque queríamos comprarnos algo para poder vivir los dos juntos y poderles dejar otra vez su intimidad a los abuelos. Me notaba mucho más centrado. Abandoné mis malas compañías, la bebida y la marihuana, y empecé a frecuentar la biblioteca y a interesarme por disciplinas como la psicología o la criminología.

Finalmente me decidí por estudiar cine en Madrid, mi gran pasión de la infancia. La vida me iba relativamente bien dos años después del suceso, a pesar del golpe que había supuesto para mí el fallecimiento reciente de mi abuela. A mi hermano le iba bien con su nuevo negocio de una tienda deportiva y con sus tardes libres cuidando del abuelo. Hasta me animé a salir de vez en cuando con mis compañeros universitarios.

Una noche, en mi segundo año de carrera, nos decidimos a salir por el barrio de Malasaña. Callejeando por sus calles lo vi. Tenía el pelo más largo y menos cuidado, y llevaba puesta una gorra que le hacía esconder parte de su apariencia. Pero con todo, seguía siendo él. El asesino de mi madre. Ni siquiera le llamaba papá ya. En el momento en que nuestros ojos se cruzaron nos quedamos mirándonos profundamente. Para ser sincero, no creía que se fuera a dar ese momento nunca. Pensaba que estaría viviendo en un país lejano o que, cuando volviese a saber de él sería porque estaba muerto. No sé. Supongo que creí eso porque es lo que siempre aparece en las películas. Nos quedamos mirándonos fijamente durante treinta segundos hasta que un compañero de clase me llamó para que les siguiera. Alejé la mirada de aquel ser que se había vuelto un extraño y seguí caminando.

Estuve tres días en vela sin saber qué hacer. Me había pillado de sorpresa y no sabía cómo actuar. Aún a día de hoy, sigo teniendo pesadillas en las que me siento como un traidor por no esforzarme en buscarlo y hacerle pagar por lo sucedido. En esos días convulsos, pensaba que la simple indiferencia que le transmití le habría sentado mal, pero también creía que debería haber hecho mucho más que simplemente ignorarlo.

Semanas después me decidí a buscarlo de nuevo. Pasé días recorriendo las calles de Madrid yo solo hasta que consideré que, uniendo fuerzas, tendríamos más posibilidades de encontrarlo. Informé a la policía y se inició una búsqueda por Madrid. Aunque la intensidad de la búsqueda no fue muy elevada porque había pasado mucho tiempo tras el delito y no tenían mucha fe en encontrarlo yo no dejaba de pensar: ¿y si sí?

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