Los Civilizados

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Los Civilizados

Por: G. G. G.

El cielo pálido poblándose de truenos, cada explosión mostraba una columna de fuego a la noche y una de humo cuando era de día. El alba traía el desierto del frente a la retina del soldado que amanecía enterrado en el fondo de un eterno campo de batalla. Sólo se oía eso cuando se escuchaba, cañonazos y tiros de fusil, mientras que sintiese todo de manera grandiosa. El rancho era un banquete; la formación, un desfile; y la ligera llovizna, un diluvio. ¡Hasta el tiempo se ponía en nuestra contra! ¡E incluso, el país! ¡Qué frío y cuánta nieve habría en ese país! Apenas había rozado el alba un nuevo amanecer, la tormenta empezaba a espesarse y descender sobre la extensión de unos campos despellejados. Un grupo de sombras se movía por una superficie estancada de antiguas trincheras, como fantasmas en medio de un lodazal con restos por todas partes sepultados en la tierra como granos de trigo. Marchábamos de a dos, como vagas poblaciones diezmadas que emigraban de un lugar a otro. Al raso, el día no parecía azul claro cristalino, sino gris oscuro; ya no escuchábamos los gritos de los pájaros, ni sentíamos la luz brotando en cada tallo de hierba. Sin embargo, logré ver una vez más salir a la superficie y desaparecer, bajo el chal de hollín de las nubes bajas, los dos montecillos como dos jorobas de escombros que antes formaba parte de un pueblo y ahora de un desierto de horizontes humeantes.

Avanzábamos por sus calles. Ya nada quedaba en pie intacto. Los esqueletos de las casas, los postes de teléfonos calvos y, de vez en cuando, la señal inequívoca de las barricadas y de los socavones en el suelo por los obuses. Mientras tanto, seguíamos buscando cualquier cosa que nos sirviera de acantonamiento, bien para recuperar fuerzas como de refugio. El destino nos llevaba a una granja que asomaba por encima de la tapia el seco enramado de unos árboles abandonados a su suerte desde que la guerra comenzó. Un pajar se abría al fondo del patio, en la construcción baja de una granja, como una caverna. ¡Siempre cavernas para nosotros, hasta en las casas!

Entonces, tras un silencio, una voz bien timbrada cacareó con autoridad:

– Bueno, ¿y qué tal si hablamos de la pitanza?

Juan, el rechistón, estaba a lo suyo. Aguijoneaba la cólera ambiente con sus pequeños gestos.

– ¿Ni tan siquiera agua de castañas ni correa hervida? Mal rayo me parta.

– ¡Atontado! – dijo Olea encogiéndose de hombros y lanzándole una mirada de desprecio.- ¡Ponte las gafas de vaca, si no ves claro! Haz como el viejo Tritus, fuma y calla.

“El viejo Tritus”, Matías, fumaba en un rincón, viéndose temblar su tupido mostacho blancuzco, similar a un peine de hueso. Olea le llamaba “abuelillo” o “viejo Tritus”, según estuviera de broma o en serio. En realidad, el pequeño grupo, que tenía al sargento a la cabeza, era como una familia sin familia, un hogar sin hogar que agrupaba a tres generaciones, aguardando, inmóvil. Se aguardaba siempre, de hecho, la guerra nos había convertido en máquinas de espera. Y ahora lo que tocaba era el rancho, sobre todo cuando ya nos sonaban las tripas. Teníamos hambre, teníamos sed y en aquel acantonamiento, ¡nada!

– La pitanza ha hecho novillos, -señaló uno- hay que apretarse el cinturón.

– De queso, nada, y lo que es la confitura, igual que mantequilla pinchada en un palo.

Se veía la vida en las cosas, se asistía a la naturaleza, apegándonos a ese rincón del mundo donde el azar nos había mantenido, en medio de nuestro perpetuo errar, más en paz que en otras partes. Nos habríamos acostumbrado a estos parajes y nosotros, a estar juntos. Pero el reposo fue en realidad un breve y estupendo espejismo. Al poco tiempo se oyó caminar; un rumor, luego un ruido pesado de botas sobre la tierra húmeda.

– Son la 4º División de la Wehrmacth.

Allí, los ojos de aquellos hombres hurgaban en el horizonte al enemigo. Por la herencia de sucesivas culturas, la palabra sonaba aún indómita, de aureolados ecos bárbaros. El enemigo. Un sonido que todavía conservaba la esencia del salvajismo más puro, desde la fiera batalla de los dos machos en las cavernas hasta las grandes guerras entre confederaciones de países, azuzadas unos contra otros por sus respectivos prejuicios. Entre desconocido y extraño, al que se temía y odiaba, al que había que matar.

Así, los de la 4º División iban al encuentro del enemigo. Desfilaban con sus rostros terrosos, amarillos o marrón, sus expresiones serias, sus barbas ralas, los cascos embarrados. Los mirábamos, callados. A esos no se les interpelaba. Iban, naturalmente, a primera línea y su paso indicaba un ataque muy próximo. Sólo vivían para el momento en el que el oficial se metía el reloj en el bolsillo y decía: “¡Hala, adelante!”. Esos eran soldados de verdad, nosotros, en cambio, hombres. Hombres, individuos cualesquiera arrancados bruscamente a la vida, que por la fuerza de las cosas, acentuábamos nuestro instinto primordial: de conservación, la esperanza tenaz de sobrevivir para siempre. A intervalos, estremecimientos terribles, surgiendo de la oscuridad y del silencio de nuestras profundas almas humanas.

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