Las Últimas Horas de un Preso

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Las Últimas Horas de un Preso

Por: Juan Ibarz Benedí (11 años)

Eran las cinco de la madrugada. Cunning, un famoso ladrón que al día siguiente sería ejecutado, cavilaba en voz baja acostado en un rincón de su celda. La sucia estancia, se encontraba únicamente alumbrada, por una luz tenue que vagamente se introducía, a través de la ventana enrejada. Aquel hombre, entrado en años, se encontraba en un estado de locura y desesperación, desde el momento en el que el juez había pronunciado las palabras en las que se le mandaba ahorcar, tras las cuales, cogía su sombrero clac y abandonaba la sala con paso rápido. El preso, poseía una deshilachada barba que le cubría su rostro enjuto. Tenía una arrugada frente y el poco pelo que le quedaba, estaba descuidado al igual que su barba. Iba vestido con harapos, que parecían haber sido de un caballero por la calidad del tejido, y calzaba unos zapatos agujereados. Era avaro, y el daño que había causado a la sociedad era irreparable.

Se acordó de cuando era niño, y vivía en la granja de sus padres. Le bautizaron como Edward Enfield. Solía jugar con los animales, tumbarse sobre la hierba mecida por el viento y bañarse en el río los días de verano. Pero esa época duró poco, sus padres murieron cuando apenas tenía siete años, por lo que tuvo que encaminarse a la ciudad. El camino le llevó una semana, y cuando llegó, tenía los pies ensangrentados y llenos de ampollas reventadas. No le quedaban fuerzas para moverse, así que, se dejó caer rendido ante la puerta de una iglesia. Estuvo horas allí, pero nadie se percató de su presencia, excepto unos perillanes que le robaron lo poco que le quedaba.

Las campanas de la iglesia dieron las seis. Las horas se consumían sin que Cunning pudiera hacer nada para evitarlo. En escasas cinco horas sería ahorcado.

Edward Enfield continuaba en la calle, pero finalmente se le acercó un chico de su misma edad, desnutrido y vestido con andrajos. Le ofreció un trozo de pan, que era todo lo que tenía, y le llevó hasta la fuente más cercana. Aquel muchacho, recibía el nombre de Dick y era la persona más bondadosa que jamás pudo conocer Edward. Su mirada desprendía generosidad y la expresión de su rostro mostraba benevolencia. Dick le salvó la vida y le enseñó a ganarse el sustento honradamente. Pasó muy buenos momentos él, pero dos años más tarde cayó gravemente enfermo. Edward no paraba de pedir ayuda a los transeúntes, pero la vaga esperanza de salvar a su amigo, dio paso a la tristeza. Dick, había muerto.

Faltaban cuatro horas. Cunning, veía la salvación como algo tan inalcanzable, como las estrellas que le brillaban a la luz de la luna, al otro lado de la ventana.

Algunas semanas después de la muerte de Dick, le acogieron en un hospicio. Se trataba de un edificio viejo, pobre, y al igual que los huérfanos, lleno de miseria. Cincuenta años antes había sido un cuartel militar, pero el ejército trasladó el cuartel a Hackney y convirtieron el lugar en un hospicio. A Edward le azotaban todos los días, pero sólo comía uno de cada dos, y como castigo complementario a los azotes, le ponían a fregar suelos. Estuvo allí dos años, hasta que, atosigado por los castigos, decidió escapar del hospicio y aprender el arte del robo.

Unas lejanas campanadas, le hicieron recordar que había pasado una hora. Cunning, completamente trastornado, se retorcía espasmódicamente entre las frías piedras que formaban la prisión.

Edward se unió a una de las bandas de ladrones más conocidos de Londres, donde aprendió el oficio del hurto. Al principio se dedicó al truco del parvulito, que consistía en quitar el dinero a los niños a los que sus madres mandaban con monedas de seis peniques y un chelín a hacer recados, empujarles y marcharse tranquilamente del escenario del delito. Era un negocio fácil del que pronto le ascendieron. Pasó a robar a todo tipo de personas, ya fuesen ancianos despistados o caballeros concentrados. Al poco tiempo, sus compañeros vieron que era un auténtico experto y comenzaron a llamarle Cunning. Cuando tenía dieciséis años, empezó a robar en casas particulares. Su primer robo fue en West End, uno de los barrios más ricos de Londres. Para entrar en la vivienda había que saltar el muro que rodeaba el jardín y forzar la puerta trasera sin despertar a los que dormían dentro. Después de aquella operación, fue reconocido como uno de los mejores ladrones de Londres.

Sus pensamientos se vieron interrumpidos por el gorjeo de un pájaro que, despertado por la luz del sol, trinaba ciegamente. Frente a la puerta de la prisión de Newgate, unos hombres preparaban la horca, mientras algunos curiosos que pasaban por allí, se preguntaban a quién iban a ejecutar.

Cuatro años más tarde, Cunning decidió probar fortuna como ladrón en solitario, lo que le obligó a abandonar la banda con la que había trabajado desde los once años. Después de esa decisión, Cunning estableció su hogar en un edificio derruido, aparentemente pobre, pero en su interior cada vez más, a medida que sus robos eran de mayor importancia. Dejándose llevar por la codicia, estuvo treinta años robando, sin importarle los daños que causaba a las víctimas inocentes de sus robos. Obligaba a niños, que se encontraban en la calle, a robar para él a cambió de un trozo de pan. Muchos de aquello niños fueron encarcelados, dejándose manipular inocentemente por el viejo y astuto Cunning.

Eran las diez. A las doce, el camino que había seguido durante su vida llegaría a un abismo, en el que Dios decidió si caería o volaría.

Una noche estaba robando en una casa, pero al entrar en uno de los dormitorios, descubrió a una hermosa muchacha recostada en un diván. Cuando entró Cunning, la joven empezó a gritar descontroladamente. Él intentó hacerla callar, pero, para no ser delatado, se vio obligado a matarla de un navajazo. Cunning huyó precipitadamente por la ventana al escuchar unos pasos en la puerta. Algunos minutos más tarde, los caballeros que habían visto el cadáver de la joven, perseguían a Cunning por las oscuras calles de Londres. Cunning fue ganando ventaja a sus perseguidores, hasta que éstos le perdieron finalmente de vista. Se paró a pensar y decidió abandonar el país, ya que al día siguiente la policía pondría en marcha su búsqueda. Caminó durante varias jornadas, alojándose en establos y mugrientas posadas, intentando pasar desapercibido. Una vez en el puerto, oyó una voz que sobresalía entre el gentío: “Es él, Cunning”. Aquellas palabras le hicieron escapar de unos guardianes que corrían hacia él, abriéndose paso a codazos debido a la gran aglomeración, que tampoco se lo puso fácil a Cunning, pero que no impidió que fuese capturado. Más tarde, fue condenado a muerte y llevado a la prisión de Newegate.

Apareció delante de él la figura del carcelero, que venía a llevarse al cadalso. Un sudor frío empezó a recorrerle la espalda, notó cómo el carcelero le agarraba fuertemente del hombro y le conducía a empellones hasta la plaza donde tendría lugar la ejecución. Al salir a la plaza, vio a la gente, que charlaba alegremente mientras disfrutaba con su sufrimiento. Cunning, se dirigió pesadamente hacia la horca, como si una gran los fuese a cerrar su sepulcro para dejarle encerrado el resto de sus días. Veía todo con tono grisáceo y triste, pero cuando el verdugo le hizo subir al cajón, se convirtió en negro. Echó una última ojeada a la plaza, y su mirada se cruzó con un grupo de gente vestida de luto. Entonces, recordó a la joven a la que había asesinado hacía dos semanas. Notó cómo la áspera soga le rodeaba el cuello. Sus labios secos se abrieron por última vez, con la intención de decir algo. Pero ya era tarde. Había muerto.

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