El Hogar del Transeúnte

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El Hogar del Transeúnte

Por: Quijosan

Son las ocho y media de la tarde de un día frío y lluvioso de Noche Buena. A la puerta del Hogar del Transeúnte se mezcla el sonido de la lluvia con el murmullo de algunas conversaciones anónimas. Varias personas esperan que se abra la puerta del centro para pasar esta noche – tan especial para muchos y tan amarga para ellos, sin la compañía de los suyos – resguardados de las inclemencias del tiempo de la dura meseta castellana.

El Hogar del Transeúnte es un edificio de ladrillo, antiguo; construido con la sencillez propia de los edificios que no pretenden ser admirados. Está equipado con veinte camas distribuidas en tres plantas: cinco en la segunda, once en la primera y cuatro en el sótano, destinadas estas últimas a acoger a los tabiques nasales más sonoros y perturbadores del descanso común.

Para atender a los “sin techo” hay cuatro empleados, auxiliados por un puñado de voluntarios que van a prestar su tiempo y su trabajo de manera altruista. La labor de estos últimos consiste, fundamentalmente, en acompañar y escuchar a los indigentes antes de irse a dormir. “Acompañar. Escuchar”. Términos extraños para la mayoría de estos seres humanos. Los voluntarios también ayudan en tareas de recepción y guía a los dormitorios.

Por fin, uno de los empleados abre la puerta, con un ligero quejido (la puerta, no el empleado). Justo en ese momento llega Gero. Gero es uno de los voluntarios del Hogar, un hombre de mediana edad, que acude al centro una o dos veces por semana. Gero llega en el momento justo de presenciar un pequeño revuelo, con gritos y empujones incluidos. Pronto se da cuenta del motivo de la disputa. Ya había ocurrido otras veces. Hay doce personas “candidatas” a entrar y solo diez camas libres. La tangana se va calentando poco a poco, y dos de los transeúntes comienzan a pelear. A la vista de la situación, Pepe, el encargado de recepción, entra en acción: coge a ambos alborotadores (cada uno por un brazo) y los pone de patitas en la calle.

Gero, espera en la puerta de la sala a que terminen de hacer la ficha al primer transeúnte, para acompañarlo a la cama que Pepe le asigna. Mientras observa atentamente a todos aquellos hombres de vidas anónimas, marginales, le van viniendo a la mente sus historias, muchas de ellas realmente dramáticas. Historias que ha escuchado otras noches y que le han ocasionado más de un escalofrío. Historias que en esta noche tan especial, va rememorando con tristeza.

Mira a Antonio, que está sentado en la mesa del fondo, ora leyendo el periódico, ora mirando la tele que hay instalada en la sala donde los indigentes esperan antes de ir a dormir. Antonio tiene unos cuarenta años y es de complexión delgada. Sus ojos grises de mirada triste aún conservan cierto punto de picardía. Antonio ha perdido en el juego toda su fortuna, que al parecer era mucha y, con ella, a toda su familia.

A continuación su mirada se posa en Ramón, recostado sobre una de las mesas situada junto a la ventana. Seguramente, borracho. A los treinta ya era alcohólico, pegaba a su mujer y gastaba todo su dinero y el de ella, consumiendo alcohol. Cada vez que viene al Hogar se lo cuenta al voluntario de turno. Gero ha escuchado su historia varias veces, y nunca sabe qué decir. Por eso escucha y calla. El hecho de exteriorizar su problema, parece aliviar a estos seres marginados ante un voluntario.

Luego atisba a Ricardo y piensa que no menos dramática es su historia. Un hombre menudo, callado, pusilánime y retraído; de mirada perdida y huidiza. Ricardo está sentado junto al tablón de anuncios (que realmente podría llamarse el “tablón de las normas”, debido a la parte proporcional que éstas ocupan en el mismo). Tiene esposa y una hija, a las que quiere con locura. Su esposa le engañaba con unos y con otros. Él, en cambio, trabajaba como un esclavo y le entregaba todo el dinero. Hasta que un buen día – nada bueno para Ricardo -, la mujer llevó al querido de turno a su casa y, entre los dos, lo echaron a la calle. Desde entonces, el pobre Ricardo deambula por ahí, borracho como una maraca, intentando mitigar su dolor y muriéndose poco a poco, trago a trago. Denúncialos, le dice Gero estupefacto, cada vez que escucha su historia. Y Ricardo, – el bueno de Ricardo – contesta que no quiere hacerle daño, que aún la sigue queriendo.

Su recorrido visual lo lleva hasta Teodoro que está sentado en un rincón, apartado de los demás. Es un hombre de treinta y cinco años; grueso, bajito, con una melena que le llega hasta los hombros, ojos saltones y frente despejada. Su ropa está sucia y llena de lamparones. Padece una enfermedad mental. Anda por la calle solo, sin atención médica y sin familiares que miren por él. Cuando le da un brote esquizofrénico, se lo llevan como si fuera un forajido, lo ingresan en el psiquiátrico una temporada, lo llenan de tranquilizantes y demás delicias y, cuando se calma, lo vuelven a soltar. Y vuelta a empezar.

Gero interrumpe sus recuerdos y pensamientos sobre aquellos seres marginales, para acompañar a su dormitorio a los “huéspedes” con un juego de sábanas y almohadón. Cuando acabe de asignar cama a cada uno de ellos, bajará a la sala a mezclarse con ellos y escuchar sus cuitas, tristezas y agonías. Pero también, de vez en cuando, sus alegrías y progresos.

El último huésped de la noche es un hombre alto y corpulento, de facciones duras y gesto adusto. Mientras baja la escalera junto a él, Gero le pregunta a modo de saludo:

-¿¡Qué tal ha ido el día, amigo!?

Rufino, que así se llamaba el hombre, le contestó mirándole de arriba abajo:

-¿¡A ti que te parece!? Con un día como este deambulando por la calle y con esta peste que tengo en los bronquios, además de ser Noche Buena, ¿no te parece una pregunta, cuando menos, estúpida? – Y sin esperar contestación siguió gruñendo: -Déjame en paz y lárgate, trae las sábanas que ya puedo llevarlas yo. Por cierto, -continuó increpándole: -¿a qué coño vienes aquí? ¿Acaso crees que vas a arreglar el mundo, o el de los que venimos por aquí? ¿O quizá, necesitas lavar tu conciencia de burgués, creyendo que practicas la caridad?

Gero no supo, ni pudo contestar, dio media vuelta y subió la escalera pensativo, con las palabras de Rufino sonándole en la cabeza y preguntándose si este resentido y maltrecho ser humano no tendría razón.

Sin ánimos para mezclarse con los huéspedes del Hogar, cabizbajo y confuso, entra en recepción, donde Pepe realizaba las labores de registro. Éste, al advertir el estado anímico de Gero, le pregunta si se encontraba bien. Gero contestó, que un poco disgustado.

– ¿Se puede saber la razón de dicho disgusto? -Pregunto Pepe.

Gero le contó lo de Rufino.

– No debes hacer caso, replica Pepe, seguramente Rufino no tenía su mejor día y descargó su mal humor con el primero que se topó, pero no debes darle más importancia, porque, además de ser un maleducado, hoy estaba borracho, y ya se sabe que en esa situación no se dicen más que tonterías e incoherencias.

– O se dicen más verdades – replicó Gero.

– Venga no le des más vueltas y olvídalo; piensa en esas otras personas que se sienten agradecidas y aliviadas con vuestra atención y escucha, además, hoy no es una noche para estar disgustado.

Llega la hora de irse y Gero abandona el Hogar del Transeúnte un tanto triste, decepcionado y cabizbajo por las palabras de Rufino. Recorre las adornadas calles, con motivos navideños, en dirección a su casa donde le espera su mujer y sus hijos para celebrar la Noche Buena, y no acaba de comprender porqué intentar ayudar a los demás tiene que ser tan complicado.

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