Misa de Difuntos Surrealista

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Misa de Difuntos Surrealista

Por: Quijosan

Una tarde calurosa de junio asistí a un funeral en un pueblecito castellano rodeado de coloridos campos de colza. Eran las seis de la tarde, después del tercer toque de campanas, cuando entramos en la iglesia. Una iglesia que data de los siglos XVII y XVIII y que alberga en su interior una talla de un Cristo de estilo gótico, que es su principal talla.

Al cruzar el umbral, una de las dos enormes sogas que cuelgan del campanario, y que llegan prácticamente hasta el suelo, golpean mi rostro, de tal manera, que pensé que me habían arreado un latigazo. Un poco atontado por el golpe de la maldita soga voy tambaleándome por el pasillo en busca de un lugar donde sentarme. Los parroquianos se van colocando en los bancos que hay dispuestos a ambos lados del templo: los hombres a la derecha y las mujeres a la izquierda. En uno de los bancos de la izquierda veo un sitio libre entre dos mujeres de mediana edad y allí me coloco. Una de las mujeres que están a mi lado, me mira con asombro y estupefacción, y me dice:

-¡Oiga! ¿No ve que los hombres se sientan en los bancos de la derecha?

Un tanto aturdido y extrañado por la indicación de la escandalizada mujer, marcho a buscar sitio en los bancos de la derecha. No hay ninguno, por tanto permanezco de pie en el pasillo de la derecha.

Transcurridos unos minutos, durante los cuales las conversaciones en voz alta de los feligreses resuenan en el recinto eclesiástico, como si se tratara de un lugar de recreo, -paradójicamente, lugar de oración y de silencio -aparece el sacerdote con los hábitos propios de la celebración.

Después de los preparativos previos a la ceremonia el celebrante -un anciano de avanzada edad, de calva cabellera surcada por una extraña herida, estatura mediana, frente estrecha y ojos esquivos –el celebrante comienza su incoherente perorata litúrgica, que interrumpe, en un momento dado, para exclamar, sin levantar la vista del atril donde había depositado el libro sagrado:

– Carolina Natalia, enciendan las velas.

Dos devotas ancianitas surgen de la bancada de la izquierda y se dirigen serviciales hacia el altar. Intentan encender con sendas cerillas y manos temblorosas los cirios que iluminan sus beatos rostros. Pero no aciertan en su primera intentona antes de que las cerillas se le apaguen. Arrojan las cerillas al suelo, encienden de nuevo las cerillas y lo vuelven a intentar. Cuando están a punto de llegar a los cirios, una ráfaga de viento procedente de la sacristía apaga las cerillas y vuelta a empezar.

El clérigo, después de lanzar una furibunda mirada hacia las dos frustradas viejecitas, continúa con su deslavazado ritual. Al llegar al evangelio -que trata si no entiendo mal, de la justicia divina y la humana -el anciano cura, por si acaso sus feligreses no han entendido el mensaje evangélico, trata de aclararlo a través de una serie de ejemplos, que no solo no aclaran el mensaje evangélico, sino que lo complican y lo hacen aún más ilegible. Mientras, los feligreses siguen charlando animadamente, como si en lugar de estar en un funeral, estuvieran en la taberna del pueblo un domingo por la mañana a la hora del vermut.

Antes de la eucaristía comienzan los cánticos litúrgicos, con la intervención de las desafinadas voces de un coro improvisado de mujeres que se encuentran entre el público asistente. Seguidamente se escucha la voz -amplificada por el micrófono -del oficiante, lo que causa aún más descontrol y desconcierto en las desentonadas voces del espontáneo e inconexo coro. El eclesiástico, seguramente con la intención de paliar los estragos que la penosa audición coral está causando, o vaya usted a saber por qué, amplifica aún más su voz. Lo cual provoca tal caos acústico, que no sería de extrañar, que hasta las cenizas de la difunta se estremecieran en su urna.

Durante el sermón, el patético clérigo se enreda en una absurda plática sobre la conveniencia o no de incinerar o inhumar los cadáveres. Lo cual está a punto de crear un conflicto entre los familiares del difunto, que a petición de éste habían decidido incinerar el cadáver, para después llevar sus cenizas al panteón familiar del cementerio del pueblo.

Por último, el insólito sacerdote entona un cántico litúrgico, en la misma línea que el anterior, pero aún más discordante y desatinado. En el transcurso de dicho cántico se interrumpe y exclama en voz alta, mirando la letra del salmo:

-¡Donde está! ¡Me he perdido!

Luego, se dirige a las viejecitas -que han vuelto a intentar encender los cirios con sus manos temblorosas, o quizás seguían intentándolo desde el principio – y exclama, sin apartar el micrófono:

-¡Basta ya, dejad los cirios en paz de una vez!

Las viejecitas, temblorosas y asustadas, miran al presbítero y se retiran, haciendo unas muecas de lo más extrañas y patéticas, hacia sus respectivos asientos. Y allí se santiguan repetidas veces a gran velocidad.

Sin poder contenerme un momento más, estallo en una contenida, aunque sonora carcajada. Todas las miradas de los concurrentes se posan en mí mientras me desternillo. Abandono el templo ruborizado, sin despedirme, ni dar el pésame a los familiares. En la puerta de la iglesia, un hombre del pueblo que había ido al funeral para dar el pésame a la familia y que se había quedado en la calle, me aborda y me suelta de sopetón:

-¿Ya se va usted?

Ante mi sorpresa y no sabiendo qué decir, permanezco callado un momento. Momento que aprovecha él para continuar:

-¡Espere hombre! Que después del entierro estamos convidados todos a la bodega del difunto a tomar unas viandas, y a brindar por la salud de su alma.

Estupefacto subo al coche y abandono el lugar a toda prisa atravesando velozmente los granados y coloridos campos que lo circundan y pienso en el famoso refrán:

“El muerto al hoyo y el vivo al bollo”.

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