La Búsqueda

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La Búsqueda

Por: Irina Gallart (16 años)

Era de noche y nos mudábamos por fin. Yo tenía unos seis años por aquel entonces y mi hermano
unos diez. Dejábamos atrás un edificio prefabricado, construido en la antigua Unión Soviética.
Decíamos adiós a la kommunalka. Cuando llegó el momento, mi hermano Sergei estaba contento
de no tener que volver a compartir habitación con los Arefieva y su abuelo, cuya vida había
destrozado el alcohol.

Llegamos a nuestro nuevo hogar. La entrada se veía bien. Mi madre estaba acabando de llevar
unas cajas y mi padre las apilaba en el ascensor. El edificio se veía usado y olía raro, pero se
agradecía salir del otro. Íbamos a vivir en el séptimo piso. A mí me sonaba al séptimo cielo…
Nos apretamos en el ascensor, toqué ilusionada el botón con el 7 y se puso en marcha. Tras un
rato ascendiendo, un fuerte sonido lo hizo temblar. Segundos después nos encontrábamos los
cuatro en el suelo. Habíamos bajado bruscamente, en un abrir y cerrar de ojos. Las luces
tintineaban y yo estaba aferrada al brazo de mi hermano.

Una vez recuperados del susto, oí a mi madre murmurar entre dientes y a mi padre suspirar
profundamente. Yo tenía miedo. Quizá el freno podría desbloquearse. No quería pensar en ello…
Mientras mi madre intentaba abrir la puerta del ascensor sin logro alguno, nos pidió que le
echáramos un cable. Un cable… qué oportuna. Al final abrimos la puerta. Pensamos que había
sido sólo un golpe de mala suerte y que saldríamos, cogeríamos las cosas y subiríamos por la
escalera. Mi cabecita estaba bastante lejos de la realidad y no tenía ni idea de lo que realmente
me esperaba.

Abierta la puerta metálica, nos topamos con que el ascensor se había quedado entre dos pisos.
Por encima del ladrillo se veía luz. Quedaba un hueco desde donde se veía la entrada del edificio.
Estaba claro que el hueco era lo suficientemente ancho como para que pasáramos Sergei y yo,
pero ¿y qué pasaba con mis padres?. Ellos, sin pensarlo dos veces, cogieron a mi hermano y lo
ayudaron a pasar por el hueco. Luego me subieron a mí y con la ayuda de Sergei, que ya estaba
fuera, me arrastraron hacia el exterior. El alivio que sentimos duró poco. Estábamos en shock y
no sabíamos qué hacer.

¿Qué hora era? ¿Nos habría oído alguien? ¿A quién podíamos llamar? El reloj de pulsera que
llevaba Sergei en la muñeca se había roto, pero debía ser más de las doce.

Yo miraba asustada al hueco y sólo veía los cables entrelazados, agrupados como los temores de
mi cabeza.. Sergei me dijo que me quedase quieta frente al hueco del ascensor y desapareció
escaleras arriba. Mis padres estaban dentro todavía y apenas entendía lo que decían. Sus palabras
me llegaban huecas, lejanas.

Mis temores se confirmaron: la sirga del ascensor se empezó a aflojar peligrosamente. Y yo allí,
mirando fijamente al oscuro hueco, aterrada, sin saber qué hacer.

Sergei siempre resolvía las cosas de manera rápida. Decidí ir en su búsqueda. Empecé a subir las
escaleras para decírselo. Iba buscándolo en cada una de las plantas hasta llegar al séptimo. Ahí
estaba él, sentado, respirando fuertemente, esperando. Había llamado a cada casa, pero nadie
había respondido al timbre y esa parecía nuestra única oportunidad. No sabía qué hacer, así que
me senté a su lado y esperé junto a él.

Un estruendo nos sobresaltó y nos hizo estremecer. ¡No podía ser! Me acordé de la sirga. No
había subido seis pisos sólo para estar con él, claro que no… El cable que se estaba aflojando,
había cedido y yo no se lo dije. No sólo no me había quedado donde Sergei me dijo, sino que
además no había podido ayudar. Las lágrimas empezaron a brotar de mis ojos
descontroladamente, no tenía palabras. Me sentí culpable.

Sergei tenía la boca abierta, intuía lo que acababa de suceder. Ya era demasiado tarde.

Una vecina abrió la puerta. Era una mujer mayor con una bata rosa y unas pantuflas. Nos miró
con desconfianza. Le preguntó a mi hermano la razón por la que estábamos allí, en el suelo.
A duras penas, Sergei le explicó lo que acababa de suceder.

Desapareció en su casa y la oímos llamar a emergencias. Pauline, que así se llamaba, narraba con
voz entrecortada lo sucedido. Salió de nuevo y nos dijo que tardarían unos veinte minutos en
llegar. Veinte minutos, veinte minutos…tic, tac, tic, tac y aún no aparecía nadie.

Pauline nos ofreció algo de beber. Yo estaba sedienta así que acepté el vaso de agua. Me lo bebí
de un tirón. Tic, tac, tic, tac…. Por fin en la lejanía se oían esperanzadoras las sirenas.

Apurados, comenzamos a bajar hasta el portal. Una vez allí, los de emergencias comenzaban su
trabajo. Yo los miraba moverse de un lado a otro. Unos agentes se llevaron a mi hermano a un
lado y yo me quedé con Pauline. Los veía hablar. Otro agente me empezó a hacer preguntas a
mí. Yo me sentía culpable. No me salían las palabras. Llorando pude decir: ¡Ha sido culpa mía!
Pauline vino a consolarme mientras el agente me tranquilizaba.

Se acercaron dos personas a hablar con el agente y por sus caras pude adivinar que algo malo
sucedía.

Sergei, siempre más optimista, miraba confiado al grupo de rescate. Policía, bomberos ponían
sus esfuerzos en una operación complicada porque dos vidas corrían peligro. Algún vecino,
desvelado por el ruido, que había bajado, volvió indiferente para su casa. Los mismos que no le
habían abierto la puerta a mi hermano cuchicheaban en la entrada del edificio.

Sergei se acercó y nos sentamos apoyados en la pared. Esperábamos ansiosos cualquier noticia
que nos pudiesen dar.

Nos levantamos rápidamente cuando uno de los agentes se acercó a nosotros. Era fácil intuir las
noticias que traía. Veía mover sus labios pero no distinguía lo que decía. No hacía falta. Lo sabía
desde que oí el tremendo estruendo que había producido el ascensor al impactar contra el suelo.
Nuestros padres no habían podido sobrevivir.

En ese momento nuestro mundo se vino abajo. No teníamos a nadie más.

Oí que llamaban a Servicios Sociales para que se hicieran cargo de nosotros. ¿Qué era eso?

Pauline nos invitó a entrar en su casa. Agradecimos el ambiente tranquilizador, seguro.

Al cabo de media hora llamaron a la puerta dos señoras para llevarnos a nuestro nuevo destino.

Servicios Sociales – dijo Pauline. Ah, ¡era eso! Dos señoras rollizas como matrioshkas.

Tras un viaje largo como un mal sueño, llegamos de madrugada a un edificio que se nos antojó
lóbrego, triste… Todo estaba en silencio. Nos recibió Gala, la cuidadora de guardia. Una mujer
de sonrisa amable y olor conocido. Nos dio algo de comer y nos reconfortó con sus palabras.
Cuando estuvimos más tranquilos, nos enseñó nuestros dormitorios. Abrió la puerta del número 5.
Se oían las respiraciones acompasadas de los niños que iban a compartir el dormitorio con
Sergei. Daos las buenas noches nos dijo Gala.

Mi hermano me dio un abrazo. Gala me acompañó al dormitorio número 7. Al ver el número en
la puerta, no pude evitar pensar ¿Iba a ser ese mi séptimo cielo?

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