La Obispa y la Avispa

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La Obispa y la Avispa

Por: Richard Villalon

Escribía en su WhatsApp, hasta acabar azulándose por esa estrella. Para eso había puteado, para tener un móvil con una cobertura descomunal en plena selva peruana.

Los ojos parecían destrenzar derivas. Su espíritu, una abrillantada piedra al fondo de ese río lechoso, barroso, cangrejos descompuestos, pirañas arrastradas, cantaba ausencias poblando su infancia, sus comiditas breves. Las estaciones, vals interminable, movían secretamente el ritmo de su sangre. Sus padres, seres desvaídos, usaron la unión física, aplazando al verdadero amor. Esa brújula mal armada, desorientó el imán de su corazón. Ella, a sus quince años, en la canastita de sus pechos descompasados, había sido llevada a la aldea siguiente. Alejándola como alimaña: “¡Niña, aprende a decir no!”

Sus recién nacidos terminaban en el núcleo de un paquetito de cartón mojado, arrastrados por el raudal fúrico. La sangre seca en su camita eran alegatos despistando la realidad perversa. Cortita, cortada subsistencia, una larga pesadilla, imposible llamársele parir. La hermosura se dramatiza al crecer entre horror, avidez, falta de medicinas.

Sitiada por buscadores de oro tocándose testículos, perseguida en parajes de postal, la comían con pestañas oxidadas, labios partidos… Esa fuerza de querer gozarla contra su voluntad. El dolor es una nuez atragantada, ahogando las ganas de soñar, colmando de vértigo el espacio entre realizar y fantasear… Ella, un cepo. Cazador y presa despeñándose en la misma zanja, tragándose a besos, gritando obscenidades, odiando disciplinadamente el momento de haber nacido en ese Edén empedrado con cascajos vidriados.

Patitas curvadas, bracitos de tacita derrotada, ceniza cargándosela el viento, anónima pajarita de papel sobrevolando la terrible llamarada de horno abierto en medio del mismo sol. Aprendió instintivamente a leer los vientos, antecediendo tormentas letales, dar de mamar, imitar a los aulladores de la medianoche, brincar como venada, tapires rayados atravesando humo. Arañas con arañitas tragándoselas, esta niña venida solo para vivir sola, llegar sola a la misma muerte, un verdadero número cero…

Aterricé en la selva para olvidar manjares. Ir de misionera, desatornillar comodidades, entregarme a los mosquitos, falta de fluido eléctrico. Ver troyanas barriguitas portando gusaneras, risas sobrevolando las copas de los árboles, olores saturando perfumes morados de mangos. Abandoné esa ajada fotografía, la cotidianidad vacía, una vida deshabitada. Al verla, entendí los ángulos romos del músculo cardíaco. Me enamoré.

Una misionera, derechos humanos, El Amazonas en pleno, el espejismo de lo divino abrió las puertas de ese paraíso para hacerlo inmediatamente, mi celestial infierno.

La quise, mi piel reclamaba sus ardores desde la primera vez. Ella, al leerme la mano, se sinceró contándome: Las viudas, las tullidas del pueblo, las inteligentes amarradas al delito de haber caído en cuerpos equivocados, le daban arroz a cambio de besos, salivazos íntimos, estruendosas carcajadas retenidas como quien se niega a mear, cuando ella ejercía ese papel de ángel consolador. Con algunas mujeres algo misterioso se encolera, hace quemar las yucas dentro de las ollas, envidia cualquier jugo placentero.

Nos tomamos en serio. Por la aldea creyeron que la estaba haciendo santa.

Una tarde un camionero, confesó: “La madera realmente no es negocio. Son los narcos quienes rellenan sus troncos con coca”. Atendí, planeé. Con mi capibara amaestrada entramos en esa nave llena de árboles talados. Los destripamos, descubriendo cocaína, más que toda la harina vendida en esa población. Poco a poco nos fuimos armando.

Cuando llegó el catalán buscando ramas de “curare” para pescar, le contamos nuestro pequeño hallazgo, llegaba casi a media tonelada. Entre risas dijo: “Para ser misionera y la otra una salvaje, han hecho el negocio de vuestras vidas.” En avioneta cada tres semanas fue construyendo nuestra salida hacia el nuevo, viejo mundo. Paralelamente los encuentros amorosos fueron proporcionalmente duros, la regla se nos sincronizó. Una noche, además de la sombra de la luna, le regalé la noticia de irnos a España, vivir como dos señoras.

Quemamos el hangar con el resto de camiones, cuando el camionero que nos dio el tip de la droga camuflada, violó a mi joyita amazónica, dejándola sin un diente, con una feroz mordedura violácea en el pezón izquierdo. Vengándonos, limpiamos años de Inquisición, padecimiento de ser mujer, frases de sororidad en los telediarios, seres humanos, fríos como una columna vaticana.

Al llegar a Madrid, un crujido de madera premonitorio comenzó a incendiarse en mi pecho. Sabía que una nueva vida para un ser tan libre traería distintas cadenas. Ella se maravillaba por los hombres, sacudía su espeso castellano, creyéndose refinada. Embelesaba con sus cuentos selváticos fantásticos a la gente, saturaba de saliva nuestros besos separados de la antigua necesidad y constancia. No regresó una noche después de su academia de peluquería. Se fue con nuevas amigas a una botellona. Quedé transformada en el guarismo sobrante de sus cálculos instintivos, abandonándome …

Resumo: Vive con espejos en el techo. Habla de su país, insistiendo en lo importante de afeitarse las axilas, mascar clavo de olor cuando las muelas sudan feo, aplaca el reloj a carcajadas, el tiempo explota apenas se le pierde el miedo. Su mundo dura 45 minutos, una viagra y el centro del universo entre sus piernas ahuyentando al espanto inventado por un Dios pobre, macilento, levitando solo.

De eso va la película. Baja al salón del burdel, mete un gin-tonic, sin gin, en su vaso empavonado, intentando evitar ese crepúsculo húmedo, tras cerrar sus rímeles de hollín mohoso. Su alarido falso soltándose como un cometa en la negrura del cuarto, la leyenda repetida estrellándose contra ese atisbo de reflejo troquelado, contra esa ventana, grieta antigua de una profesión forzada. Un discurso sombrío en cualquier congreso llenito de paridades y paridas.

Ella seguirá jadeando, ladeando su vela arrastrada por esa mierda inapelable, llamada destino.

Mi deseo disfrazado de bondad, resultó siniestro. Dejó dos mujeres rotas. Una sin selva, otra muerta en vida y un Amazonas huérfano de una lindura rotunda…

Extravagante orquídea creciendo en el fango fermentado del olvido.

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