Crisálida

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Crisálida

Por: Carmen Mellizo Sanz

El agua en los canales de Venecia estaba limpia y habían vuelto peces; hasta delfines. Madrid era como las calles vacías de la película «Soy Leyenda» con ciervos paseando por ellas. En Chicago se paseaban por las calles los pingüinos. Habían descendido los niveles de contaminación en el mundo entero. ¿De verdad no nos damos cuenta del mal que le estamos haciendo al mundo, a la naturaleza? En cuanto nos quitamos de en medio, todo vuelve a su lugar.

Muchas familias volvieron a pasar tiempo juntos, a jugar al parchís, al ajedrez, a hacer bailes con los niños, pintar, estudiar con ellos, hacer bizcochos y ver películas.

Nosotros mismos, los supervivientes de muchas guerras, los que tratamos de adaptarnos a todas las circunstancias adversas con buena cara, volvimos a coger un libro, con calma, disfrutando de su lectura, ordenamos armarios, que ya lo pedían a gritos, tiramos trastos inservibles y, gracias a las tecnologías, pudimos charlar por vídeo con nuestros hijos, nietos, familiares, amistades y sentirles un poco cerca.

Hubo mucha gente que sufrió; que aun sufren. Muchas pérdidas, personales y económicas y un futuro muy incierto y nada halagüeño. No podemos hacer, de momento, nada por solucionar eso. Había que cantar por los balcones, compartir la música, los chistes y ayudar a aquellas personas que estaban solas en sus casas, muchos mayores que estaban asustados.

La capacidad de adaptación a las nuevas situaciones es lo que ha hecho que las especies de esta tierra hayamos ido evolucionando y sobreviviendo. Esta fue una de esas situaciones.

Sé que hay muchas teorías de la conspiración detrás de cada suceso terrible; posiblemente muchas de ellas se acerquen mucho a la verdad, intereses económicos y sociales de las élites despiadadas. Pero no podemos vivir amargados y pensando en las cosas que otros están haciendo mal porque se nos olvida vivir nuestra propia vida y tratar de mejorar lo que nos va quedando de «humanidad»; el no estar pendiente de esas cosas no significa que no nos importen o que no existan. Simplemente nos quitan tiempo de cosas mucho más importantes y necesarias y, al menos yo, no pienso dejar de hacer las cosas que me hacen feliz y que creo pueden ayudar y hacer algo felices a los demás, preocupándome por los míos y los que me rodean y no por los tejemanejes de los descerebrados y desalmados que mueven los hilos del mundo. No obstante, la educación, la formación y el pensamiento crítico hacia la política y los gobernantes es básico para que no nos manipulen y zarandeen: hay que pensar en quién nos da más, quién mira por el pueblo, quién quiere sólo forrarse a costa de ese pueblo a través de engaños, vocerío e inexactitudes históricas (un caramelito a la puerta de un colegio para endulzar el terror).

Nos quedaban aun muchos meses de incertidumbre. Muchas semanas de confinamiento, solidaridad y preocupación. Este tiempo sirvió también para reflexionar. Para formarse. Para aprovechar la ventana al mundo que nos dan las tecnologías para ver museos, escuchar conciertos, aprender cosas nuevas. Fue un buen momento para dejar que nuestra vena creativa saliera a la luz: pintamos, hicimos manualidades, cocinamos nuevas recetas, escribimos cuentos y poesías. E hicimos examen de conciencia. Reconocer lo que estábamos haciendo mal era un buen punto de partida. Almacenar dinero, trabajar hasta la extenuación, perder tiempo que robamos a nuestras familias, ambicionar tanto, no nos estaba haciendo mejores; nos estaba convirtiendo en esclavos de una sociedad de consumo que estaba a punto de estallar.

Pero me temo que no hemos aprendido nada. La pandemia pasó, al menos su ataque brutal. Pero ha dejado huellas que nunca se podrán borrar. Las de miles de ancianos y enfermos o discapacitados fallecidos de manera indigna y solitaria. Las de miles de familias rotas. Las de los que llevarán la COVID persistente para siempre, sufriéndolo en silencio, deteriorados e ignorados. Las de miles de euros invertidos en los que tienen otro montón de miles de euros, construyendo hospitales fantasma, cerrando plantas de hospitales, urgencias, centros de salud. Las de miles de personas que vieron sus negocios y su futuro truncados y que tienen que hacer cola para poder comer. Las de los jóvenes que tuvieron que emigrar o los estudiantes que no pueden acceder a una educación por falta de recursos. Las de los ancianos que siguen enfermos y desatendidos en residencias inhumanas, fábricas de dinero y mortajas de nuestros abuelos. Las de los negacionistas, que se cargan a la naturaleza en pro de una ambición económica sin importar la vida en la tierra, los animales, las plantas, el AGUA. Y aun así, aun creo en la gente buena, en la gente que aprendió el valor de lo importante durante tantos meses de confinamiento, en la gente que sigue amando a los demás a pesar de las dificultades. Algo bueno tiene que pasar. Lo traerán los jóvenes, los niños y niñas sin prejuicios ni adoctrinamientos. Es como haber pasado de ser larva y gusano a esconderse en un capullo para renacer.

Solo espero que este periodo de «crisálida» en el que estuvimos inmersos, metidos en un capullo que es nuestra casa, nos ayude a transformarnos y reflexionar y que, cuando empiece nuestra primavera, no la que empieza cada marzo sino la primavera de la humanidad, salgamos reforzados, cambiados y convertidos en preciosas mariposas que puedan volar, libres de la mayor parte de las ataduras. Espero que mis niños y niñas, los niños y niñas de todos, logren hacer de este mundo un lugar hermoso lleno de mariposas.

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