Aún Duele

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Aún Duele

Por: Regiomonte

Un día de otoño me crucé con ella. Ya la había visto antes, dos o tres veces; yo regresaba caminando de la facultad y ella aprovechaba los últimos rayos de sol de las tardes, cada vez más mezquinos, para pasear a un bebé en su cochecito, por el mismo camino en que yo volvía de clases. Ese día, ella se había detenido y miraba, con el bebé en brazos, el coche; se le había desprendido una rueda. Las veces anteriores, la había visto entrar en el edificio vecino a la antigua pensión donde yo arrendaba un diminuto cuarto. Un impensado impulso me hizo acercarme, tomar el cochecito averiado y espetarle, sin saludo previo alguno:

―Señora, yo lo llevo a su casa.

Ella, con expresión de resignación, me dejó hacer. Comenzó a caminar; era muy posible, imaginé, pensando que yo se lo robaría. No cruzamos palabra alguna en el corto trayecto. Subimos por las escaleras ―no había elevador― y me detuve, mientras ella abría la puerta de su apartamento.

―Se lo dejo aquí a la entrada. Su marido lo puede arreglar con facilidad; es sólo cosa de pasar un clavo por el eje y doblarlo para fijar la rueda.

―No tengo marido ―dijo, mirándome a los ojos, sin darle a su rostro expresión alguna que indicara si eso lo consideraba bueno o malo―, pero, con sinceridad, se lo agradezco de todos modos.

Tomé otra vez el cochecito: la rueda aún la mantenía yo en mi otra mano.

―Entonces, permítamelo por algunos momentos, yo se lo arreglaré; regresaré pronto.

Ahora sí que su mirada tenía una expresión muy clara: estaba segura de que ya no lo vería más.

En la casucha del jardinero de la pensión, encontré algunas viejas herramientas algo oxidadas y, de milagro, un clavo del diámetro exacto. La reparación fue exitosa. Después, ya comenzando a oscurecer, tocaba el timbre del apartamento de ella.

Volví a mi habitación a medianoche, después de una velada muy entretenida, la que tuvo, como momentos especiales, el privilegio de asistir a la alimentación vespertina, el baño y la caída en brazos de Morfeo de su hijo de ocho meses. Una vez que se hubo dormido, ella preparó una sencilla cena, con lo que le había dejado dispuesto a medias la mujer que aseaba el diminuto piso y cuidaba el bebé durante el día, largas jornadas en que ella trabajaba como profesora en un colegio. Mientras yo sorbía, muy lento, un poco de vino, me relató sus circunstancias. Se había «separado» tres años después de su matrimonio, sabiendo que estaba embarazada, y habiendo decidido no informar de tal situación a su marido. Desde entonces, solo le había visto una vez, durante el juicio en que consiguió que él, de situación acomodada, le pagara cada mes una minúscula renta. Hablamos muchísimo. Ella necesitaba desahogarse de los espantosos últimos tres años; desde su noviazgo que las cosas no andaban bien. Compartió conmigo descripciones de las frecuentes discusiones que sostenían: se iniciaban de la nada y escalaban veloces, hasta llegar a los insultos, los gritos y un par de veces, a los golpes. Hacía largas pausas en que se enjugaba los ojos con un pañuelo que ya estaba por completo retorcido en su mano; intentaba una sonrisa y me pedía relatar cómo era mi vida de estudiante. Orgulloso, dejé fluir la cascada de mis numerosas experiencias recientes. Ya bastante tarde, con algo de torpeza, estrechamos nuestras manos, como despedida en la puerta del apartamento. Me retiré, diciéndome que había sido una velada muy grata en compensación por un humilde clavo, y que solo hasta allí llegaría el asunto. Yo con menos de veinte y ella bordeando los treinta años. Una semana después, éramos amantes; regresaba, solo «de visita», a mi cuarto de pensión cuando necesitaba cambiarme de ropa.

¡Cuánto me enseñó esta mujer! Complementó, con sonriente paciencia, todo lo que yo había aprendido, en forma muy precoz, de algunas experiencias anteriores con otras damas. Agregó algunos toques delicados y vuelcos imprevistos ―quizá debiera, con una imaginaria sonrisa algo ladina, escribir «revuelcos»―, detalles que, es obvio, algunas «amigas» de mi reciente pasado ―algún escrúpulo les quedaría por mis cortos años―, se reservaron de compartir con el mozalbete que yo era en aquel entonces. En realidad, no me desveló grandes misterios. Pero la inmensidad de la maravillosa ternura con la que me inundó, no deja indiferentes mis emociones cuando recuerdo aquel glorioso período que compartimos.

Cuando la incipiente primavera comenzó a insinuarse y ya se hacían más gratos los paseos empujando el mismo cochecito ―el clavo en la rueda aún soportaba bien―, se me hizo claro que estaba muy enamorado de ella. Hacíamos planes. Me faltaban aún un par de años para obtener mi título.

Una tarde nos reunimos en el apartamento de ella a compartir novedades. Informé, con considerable entusiasmo, que había iniciado, en forma paralela a mis estudios, algunos emprendimientos de negocios, para complementar nuestras circunstancias económicas. Ella, después de escucharme en completo silencio, confesó, con voz neutra y la vista baja, que la seguidilla de exámenes médicos a los cuales se llevaba sometiendo hacía algunas semanas, era para determinar las proporciones de un cáncer mamario, el cual, era lamentable, ya se había extendido antes de que se lo detectaran.

El año que siguió lo compartimos como si hubiéramos estado casados. Los «emprendimientos» económicos, que había iniciado con considerable empeño, fueron, en forma gradual, descuidados. El entusiasmo original que me embargaba ya no estaba. Mi rutina diaria, cuando no estaba asistiendo a clases, se limitaba a quedarme en casa de ella, estudiando y cuidando al bebé, durante las largas ausencias de ella en las sesiones de terapia. Luego, ella regresaba, con una sonrisa forzada y aparentando que todo iba bien. Me enseñaba algunas recetas de cocina algo más finas que las improvisaciones habituales de estudiantes de pensión, las que yo devoraba ansioso, mientras ella me acompañaba sin probar bocado. No comía casi nada; para qué, sabía que lo vomitaría de inmediato. Para la primavera siguiente se fue agravando: el tratamiento ya no tenía sentido. Murió en mis brazos. La enfermera que la había cuidado durante su estadía, salió del cuarto de hospital a informar por teléfono al padre del niño, quien se lo había llevado, con cochecito y todo lo demás, hacía ya algunas semanas. Cuando regresó la enfermera, me recomendó, con delicadeza, que sería aconsejable abstenerme de estar presente en el funeral.

Mis planes para el verano, programados con enorme anticipación, eran los de trabajar en una empresa química en el extranjero. Había postulado, con intensas ansias, desde el inicio de clases del año anterior, más o menos para la fecha en que la conocí, intentando conseguir una beca de las poquísimas y muy apetecidas para este «intercambio de experiencia técnica». Me fui destrozado. Pasé tres meses extrayendo sangre para fabricar suero de vacunas a un rebaño de espléndidas vacas gordas, en establos más limpios que el hospital donde había terminado todo para ella. Mis compañeros de trabajo pensaban que yo estaba desquiciado. No me fijé, en todo el tiempo en que estuve allí, si había alguien de sexo femenino. Lloraba todo el día mientras clavaba las jeringas.

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