Bebé

Bebé

Por: Alborada

Antonio Irruzeta, con razones sobradas, había invertido todo su capital en la construcción de la casa cuna en su pueblo; después de mucho trabajar decidió regresar una mañana y dedicarse a esta acción benéfica.

Fue así que surgió: “La casa Z”.

Recibía de todas partes, de cualquier raza, desde acabados de nacer hasta los tres años, porque es una edad en que se les educa con facilidad.

De siete de la noche hasta las tres de la mañana, por aquello de la discreción, los colocaban en un postigo en forma de herradura, que servía de canal para asegurar su bienestar, hasta caer en una cuna suave del lado de acá de la cerca de ladrillos que independiza la calle, de la paz de la mansión.

Era necesario dejar claro el nombre de la niña o niño en la carta de entrega y desaparecer sin más rastros.

Aquella noche de invierno, Anisia la custodia, dormía, hasta que un segundo timbrazo la hizo despertar. Recibió un bebé de apenas días de nacido, lo tomó con cuidado, lo envolvió en una manta para evitar exponerlo al frío del patio hacia las habitaciones. Le extrañó que el bebé no llorara, algo habitual en ellos en esas circunstancias, y escuchó con gusto que solo balbuceaba, aunque con un sonido desconocido.

A la mañana siguiente Irruzeta fue a conocerlo para el chequeo médico de rutina. Le llamaron la atención los ojos cristalinos del niño y su sonrisa casi permanente.

La primera semana del bebé en La Casa Z, resultó muy buena, se adaptó rápido; Irruzeta y sus empleados se las ingeniaban para que así ocurriera, porque tenían asegurados los contactos con psicólogos, pediatras, y todo lo necesario para que crecieran sanos y felices.

El cura del pueblo, tenía una gran responsabilidad en la casa cuna, pues no pasaba de un mes para bautizar a un nuevo niño, como también llegó el bautizo de Andriu, que así lo nombraban en la carta de entrega.

Anisia fue muy afectiva con Andriu, y prefirió llamarlo siempre por: “Bebé” porque en toda su historia de adaptadora, él fue el único que no lloró y con tanto apego con ella, llenaba de alegría su corazón.

Pasaron dos años de felicidad para Anisia de la mano de Andriu, todo era esmero en su atención. De su voz escuchó las primeras nanas, de sus manos aprendió el sabor de las papillas, el goce en la bañera, andar sus primeros pasos, vestir bonito y perfumado, descubrir que es ambidextro, correr a echarle pan a los patos del estanque, reír hasta rodar ambos por el césped.

Antonio Irruzeta tenía en su casa treinta y dos niños vestidos y calzados, alimentados y educados hasta en el mínimo detalle; pero había uno que llamaba poderosamente su atención porque no perdió la forma de un bebé, no le salía ni un solo pelo en la cabeza, redondito, de boca pequeña, siempre adornada con una sonrisa, y aquellos ojos que nunca lloraron. Aprendía rápido, tan rápido que asombraba a todos.

—¡De seguro! —repetía Irruzeta— que si le doy dos clases de escritura, se pondría a escribir cartas de amor.

Anisia reía a gusto por la ocurrencia, seguida por los demás empleados.

Una tarde veraniega, de regreso de su primera visita a la playa, todos se quedaron atónitos cuando Andriu en medio del salón comenzó a llorar. No había forma de acallarle, todo lo contrario, su cara se volvió convulsa, gritaba poseído de una soberbia descomunal. Anisia, desesperada sin saber qué más hacer, dio una bofetada al chico para hacerlo reaccionar, y su bebé en un gesto desafiante dejó de llorar, quedando paralizado. El profesor Z corrió hacia el niño, lo sacudió y algo casi imperceptible cayó de la espalda de Andriu; mientras aún en pie, sus ojos se cerraron lentamente. Anisia lo tomó en vilo, notando que todos sus músculos endurecen como el hierro. El profesor Z se agachó y tomó el objeto del piso y a voz en cuello gritó: ¡Noooooooo!

¡Es un microchip!

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