Por: Regiomonte
―¿Qué estás haciendo? ―dice Silvia, casi reclinada sobre el lujoso lavamanos frente al descomunal espejo del desierto baño de caballeros a donde ―bastante embriagada― la he obligado a dirigir sus pasos. Su pregunta aflora cuando comprende, aún sin total certeza, que lo que está sintiendo es a mí, bien introducido en su cuerpo, después de levantar y plegar sobre su espalda el largo vestido de novia. «Soy un grandísimo sinvergüenza», pienso, embargado de un agrado celestial. El novio, mi mejor amigo y único socio en la propiedad de la gigantesca y muy rentable empresa que hemos creado en conjunto hace algunos años, está encerrado en un cubículo, al cual ingresó, arrojando de inmediato al váter todo lo bebido desde el inicio de la celebración y quedando, a continuación y aún de rodillas, en un profundo estado catatónico, lo que es fácil de comprobar por la total inmovilidad de las impecables suelas de sus zapatos nuevos, comprados para la ocasión. Mientras mis manos se apoyan en las caderas de Silvia, para retener los movimientos de su cuerpo en reacción al ritmo de los míos ―tercera ley de Newton, una de las poquísimas minucias que recuerdo de mis años de estudiante mediocre―, dejo que mi cabecita divague, recordando otros acontecimientos culminantes de mi pasado; es posible que mi propósito podría ser el de posponer otro tipo de culminación, como la que corresponde, en forma habitual, a la actividad que me mantiene ocupado en estos precisos momentos.
«Soy un grandísimo sinvergüenza» es una frase que no solo me digo, con cierto orgullo y agrado, a mí mismo; debo reconocer que así he escuchado que me llaman otras personas a mis espaldas. Pese a que las palabras sean idénticas en ambos casos, el significado no es el mismo, pero eso no me preocupa mucho. Desde muy joven ―sin que nadie tuviera que enseñármelo―, me acostumbré a tomar, sin titubeos ni reservas de ninguna especie, todo aquello que se presentaba como disponible y posible de ser agarrado. Durante mis estudios, con sonriente descaro, copiaba con habilidad el trabajo de mis más aventajados compañeros; de preferencia, aprovechando la gentil disposición de mi mejor amigo desde aquellos tiempos. Me apropiaba y atribuía, con mi nombre, la autoría de cualquier esfuerzo académico original ajeno, una práctica habitual que no solo contribuyó a que obtuviera el ansiado título profesional, pero que también se afirmó después como un rasgo frecuente y acostumbrado en mi exitoso desempeño laboral. A fuerza de innumerables cajas de chocolates, finos perfumes, ostentosos ramos de flores y carísimas botellas de whisky, regalos reiterados a una infinidad de secretarias, asistentes y asesores, lograba crear diminutas grietas en el compromiso de celosa discreción que es la supuesta regla más importante en la relación con sus respectivos superiores, para así poder enterarme de los pequeños detalles confidenciales y «delicados» en las costumbres y rutinas personales de sus jefes, gerentes, directores y presidentes. Nada de vulgar chantaje; siempre ha sido mi costumbre y disciplina, planificar que cada evento de mis esfuerzos sea llevado a cabo con admirable elegancia. Una mínima y tangencial referencia al respectivo «asunto delicado», mencionado como por casualidad en cualquier conversación de negocios, basta para obtener resultados muy favorables en cada cuestión. De esta manera, mis actividades en pos de obtener un «modesto sustento», se convirtieron en una rutina de provechosos cometidos, los que sentaron la base sobre la cual fundamos la empresa.
Incluso creo que es posible que mi mejor amigo, mi único socio, admirando el rápido y notable crecimiento en la envergadura de las actividades ―y, por supuesto, la comprobación concreta del éxito de las gestiones en la forma de jugosas utilidades―, de manera gradual, puede que haya comenzado a sentirse un tanto compensado por el reiterado desagrado de tantos años en que con tácita lealtad, más con cierta intensa pero silenciosa irritación, tuvo que soportar que yo succionara para mi provecho personal, como ávida garrapata hambrienta, el fruto de sus honestos esfuerzos y larguísimas horas de estudio. Mientras la empresa crecía y crecía, manteníamos entre nosotros una especie de pequeño juego. Él compró su primer coche. Ni corto ni perezoso, compré yo uno para mi uso: un lujoso modelo deportivo de precio exorbitante. Él fue cambiando su descuidado atuendo diario por un discreto traje oscuro, más adecuado para armonizar en los círculos adinerados y aristocráticos en los que comenzábamos a movernos. Yo hice lo mismo; mi vestuario casi se convirtió en un catálogo de la más fina y exclusiva elegancia masculina. Él reinició su relación con Silvia, una simpática joven que había sido, por un fugaz período, su «noviecita» cuando eran estudiantes. En mi caso, la proyección de mis inconfundibles atuendos de marca, mi fastuoso automóvil y la magnificencia de mi billetera ―que distribuía su abultado contenido con una acelerada displicencia caprichosa―, lograron establecerme en un ambiente de finas y bellísimas mujeres que competían, turnándose entre ellas, para ofrecerme sus favores, en un interminable carrusel de visitas al descomunal apartamento que había alquilado como residencia.
Así transcurrieron algunos años, los que tiendo a apreciar, en perspectiva, como un incesante torbellino confuso de éxitos y placeres. Casi embriagado, sintiendo una permanente impresión de poder alcanzar cualquier meta que se me ocurriera, un aspecto me producía especial regocijo: ser informado, cada cierto tiempo por nuestros colaboradores, que el ímpetu de expansión de la empresa era aún intenso y constante. En apariencia, nuestros desconocidos inversionistas se sentían satisfechos. Esa era mi convicción cuando hoy me dirigía, muy cómodo, con un elegante conductor al volante de uno de los lujosos coches de la compañía, a un encuentro con un importante magnate. El tema de la reunión guardaba relación con alguna inversión: debido a lo frenético de mi agenda, tanto de trabajo como de otras «actividades», no me quedaba muy claro sobre qué, con precisión, versaría la conversación. Pero, fiel a mi antigua costumbre, me sentía confiado en poder, sin dificultad, improvisar lo necesario para aprisionar en mi puño lo que pudiera ser agarrado. El nombre de este caballero me era vagamente familiar, cosa a la que no di mucha importancia; es habitual, en nuestros tiempos, en que se nos satura de información en forma ininterrumpida, escuchar o leer sobre personas que se destacan en alguna actividad.
El conductor se detuvo en el acceso a un gigantesco edificio muy moderno, una altísima aguja que clava el cielo de nuestra ciudad. Me esperan respetuosos empleados que me saludan y acompañan; subimos en un elevador exclusivo hasta el piso más alto y me invitan a pasar a una amplia oficina, decorada de manera muy espartana: una mesa y dos sillas. Un hombre se yergue a medias y con un leve ademán ―encontré algo curioso que no hubiera apretón de manos― me ofrece asiento; luego vuelve a acomodarse en su silla. Ahora le reconozco; recordé que, años atrás, estaba un día entre sábanas de dudosa higiene en un hotel de parejas, con una dama algo mayor, a quien había brindado el uso de mi cuerpo joven, a cambio de compartir conmigo algunos pequeños detalles confidenciales y «delicados» en las costumbres y rutinas personales de su jefe: el caballero que ahora estaba sentado frente a mí.
La reunión fue breve. Saliendo de la oficina, en vez de descender al nivel de la calle donde ya no me estaría esperando, como había sido costumbre, mi conductor, decidí que me haría bien un poco de aire fresco. Me sentía algo agitado. En escasas y escuetas palabras, había sido informado de que ya no era dueño de nada. Mi porción de la empresa había sido comprada por mi mejor amigo y único socio, muy bien respaldado por mi interlocutor. No era aconsejable que yo regresara a mi oficina. No me permitirían ingresar; mis servicios ya no eran necesarios. Se estaba informando, en esos precisos instantes, a bancos y demás instituciones, que se habían presentando acciones legales por gravísimas irregularidades financieras en mi desempeño. Todas mis cuentas, tarjetas y valores, bloqueados. Tampoco era ya bienvenido en el apartamento. Su contenido, muebles, adornos y toda mi ropa, embargada y por completo retirada mientras hablamos. El contrato ha sido desahuciado. Los lujosos coches y demás «juguetes» han sido puestos a buen recaudo. Sí, tengo buenas razones para sentirme algo agitado. Sin mucho entusiasmo, dirigí mis pasos hacia una puerta que indica «azotea». Aire, aire fresco, es lo que necesito con desesperación. Es habitual, siempre están cerradas bajo llave, pero, es curioso, se abrió cuando lo intenté. Noto que tenemos un lindo día de sol, no hay ninguna nube en el cielo, que hoy se presenta despejado, de un azul profundo y limpio. Abajo, las personas son solo puntos oscuros sobre la superficie. Entonces, salté.
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