Sólo Quise Darles Cobijo

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Sólo Quise Darles Cobijo

Por: Chapei

Allí estaba Samuel, sintiéndose protagonista de un juicio como un criminal o un héroe revolucionario injustamente tratado, mirándose –sin querer– en el espejo rodeado por un marco azul sobre la pared blanca, en la oficina de la directora de la biblioteca universitaria.

Habría jurado que las palabras generaban un trecho abismal, pese a la cercanía con ella, separado apenas por el magro escritorio de aserrín prensado, con algunos cerros de papeles en orden, un diccionario escolar que le servía a la mujer para despejar sus dudas a la hora de leer el periódico o alguna revista de modas.

Atrás de la jefa bibliotecaria, como paisaje interior, el espejo retrataba a la perfección la imagen del adolescente que había sido pillado en su último intento por saquear, con labor de hormiga, el área de la biblioteca que los encargados llamaban “fondo reservado”.

Atendía la reprimenda de la mujer como un trueno que ha sonado a lo lejos, y lo escucha más bien como un murmullo, un quejido celeste. Habría sido la tercera vez que el muchacho se llevara un libro, específicamente el «Plan de Evasión», con el nombre de Adolfo Bioy Casares en letras doradas sobre la impecable portada de pasta dura, que la jefa de bibliotecarios no recordaba haber visto, mucho menos leído palabras aparte del título, créditos y referencias legales de la edición.

Cuando tocó el turno de Samuel, comenzó a hablar, como si mirara a través de ella, contemplando sus propios movimientos, su cara pálida con algunas huellas de acné, su pelo oscuro y ensortijado, y el cuello estirado del suéter con estampas de grecas, en el espejo con marco azul, donde compartía el espacio con los hombros de quien lo amenazaba con pedir su expulsión de la preparatoria diurna, su cuello, y su cabellera rubia ondulante como raíces de manglar. Él se mantuvo de pie, obedeciendo a la descortesía de la empleada que nunca le ofreció asiento.

–Al principio venía a leerlos aquí, señora, y terminé muchos de ellos. A veces los encargados se olvidaban de que estaba yo ahí, en el rincón, donde están todos esos libros que no han acomodado, sin etiquetas, no tienen eso que ustedes dicen clasificación y, según me platicaron, les faltaba tiempo para organizarlos. Por eso tampoco se molestaban en ver qué leía. Pero no fui yo quien quiso sacarlos así nada más, eran ellos, los mismos libros, siempre se quejaban de sentirse tan solos, menospreciados, como la gente cuando necesita amor, señora. Cada tarde me pedían lo mismo: que me los llevara adonde los trataran con cariño, donde sí los leyeran. Entonces yo entendí que estaban muy solos, por eso les dije que empezaría a llevármelos de uno en uno, y los pondría en mi cuarto, con los pocos libros que he venido comprando en las librerías de viejo, con descuento. Por eso me los llevé, no porque sea un ladrón. Yo sólo quise darles cobijo.

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