Remordimientos

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Remordimientos

Por: Paco Bonilla

Relato corto: remordimientos

1936. La sombra del centenario magnolio cobijaba a los amantes que daban cuenta con fruición de las clementinas robadas en un bancal aledaño. El blanco del azahar había dejado paso al de los almendros y cerezos en flor. A lo lejos se divisaban enormes sábanas de retales extendidas que esperaban a los hombres con cañas para golpear las ramas de los olivos. Federico acariciaba la mano de María. El sol del mediodía castigaba a las jóvenes casaderas en contraste con el descoque de quienes, conseguido ya el propósito para el que nacieron, paseaban del brazo de sus maridos, orgullosas de mostrar su trofeo al pueblo.

El baile por las fiestas de La Colombófila se celebraba en la Plaza del Cristo. Federico y María bailaban agarrados. María no quería soltar a Federico sabedora de que al amanecer del día siguiente debía de partir. El gobierno de la república había movilizado a todos los hombres de su quinta ante el alzamiento militar protagonizado por el ejército de África. Federico, como el resto de los hombres que partían al día siguiente, obedecía sin saber nada de causas justas o injustas.

Esa noche hicieron el amor, a escondidas, con inusitada pasión. La esperanza se había transformado en desesperación y María acompasaba los llantos con los gemidos presa de un enardecimiento rabioso mientras Federico luchaba con su cuerpo para no derramarse antes de tiempo y prolongar el placer de su amada el máximo tiempo posible. La madrugada se les acercaba irremisiblemente y la excitación les ayudaba a exorcizar el pánico.

1937. Los integrantes de la segunda compañía del batallón Juan Marco viajaban en tren hacia Benissa donde la iglesia de “La Purísima Xiqueta”, de reciente construcción y popularmente conocida como “La Catedral”, había sido reconvertida en mercado de abastecimiento.

Una bandera roja con la leyenda “Los duendes rojos” asomaba por la ventanilla del vagón desde la cual Federico observaba los campos aledaños a la vía. La visión de seis cuerpos con sotana colgados por el cuello en los naranjos le impactó y un dolor aún más intenso le produjo reconocer en el colgajo humano con un cartel donde habían escrito “carne de cerdo” a Don Cosme, párroco de La Rectoría.

Una bandera roja con la leyenda “Los duendes rojos” asomaba por la ventanilla del vagón desde la cual Federico observaba los campos aledaños a la vía. La visión de seis cuerpos con sotana colgados por el cuello en los naranjos le impactó y un dolor aún más intenso le produjo reconocer en el colgajo humano con un cartel donde habían escrito “carne de cerdo” a Don Cosme, párroco de La Rectoria.

Recibieron la orden de marchar a Zaragoza al día siguiente, así que le pidió a Pedro, el maestro, que le escribiera una postal para María diciéndole que la echaba de menos, que esperaba que estuvieran todos bien y que marchaban a Zaragoza.

– Y por favor, no le comentes nada de lo de Don Cosme.

1938. María descorrió el cerrojo de la puerta cuando oyó los golpes. En el fuego una olla con rábanos, pencas y patatas hervía. La carne escaseaba y aunque en algunas casas cazaban ratas para conseguirla ella se había negado siempre a ello. Tenía una cabrita que les daba leche y nunca faltaban verduras para preparar de comer.

– Buenos días, María. Ha venido un camión con varios niños de Madrid y Valencia para pasar lo que queda de guerra con nosotros. Estoy repartiéndolos por las casas de La Rectoría que creo pueden ayudarlos mejor. Mira, este es Mariano.

Hacía tiempo que no tenía noticias de su Federico y le vendría bien otra persona en quien volcarse y de la que preocuparse para intentar pensar lo menos posible en él. Se arrodilló frente al niño, que no debía tener más de cinco o seis años y abrió los brazos. Mariano se abalanzó hacia ella rodeándole el cuello con los suyos y los dos se echaron a llorar en un abrazo interminable.

1939. María lavaba la ropa en la acequia mientras Mariano buscaba lombrices con las manos entre la tierra. Los niños del pueblo jugaban, ajenos al drama, a reproducir con las ramas de los árboles las armas que habían visto llevar a los milicianos y quedaban para contemplar por las noches el espectáculo de los fogonazos de los cañones del Canarias que asediaba Denia sin descanso. La chiquillería gritaba cada noche presa de un entusiasmo feroz que se combinaba con el espanto de madres y abuelos que rezaban en silencio.

1940. Un grupo muy disminuido ya de pingajos humanos, restos de la II República Española, con la miseria pendoneando de sus caras alargaban sus esqueléticos brazos reclamando el pobre mendrugo que les pertenecía como rancho del día. El miedo a la muerte trotaba en el ambiente y las tripas dolían de hambre. Faltaba comida, descanso y compañía. También escaseaba Dios, que ni estaba ni se le esperaba. Un letrero de madera a las puertas del campo ponía nombre a aquel lugar en el que se dormía a la intemperie sobre lodo y cieno: Los Almendros.

1941. María se dirigió hacia la capilla del Cristo de la Agonía en cuyo interior las mujeres de luto rezaban y se daban apoyo mutuo por los maridos e hijos que sabían que ya no volverían. Delante del altar, estando de rodillas, sintió su mirada en la espalda. Se giró de repente y allí estaba él, de pie, mirándola con una sonrisa, recio, tal y como lo recordaba, aunque bastante más delgado.

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La sombra del centenario magnolio cobijaba a los amantes que daban cuenta con fruición de las mandarinas robadas en un bancal aledaño. Habían saltado el muro que rodeaba el bancal donde se encontraban para ocultarse de las miradas de los extraños. Federico acariciaba la espalda de María mientras la besaba con pasión y ella le devolvía los besos con delicadeza. Notaba su saliva caliente y salada por las lágrimas que brotaban en silencio hasta mojar sus labios.

– ¿Qué te pasa?

Encerrada en su mundo, con tristeza en los ojos, lo abrazó y se acariciaron haciendo el amor sin sexo.

– Siento remordimientos por la felicidad que tengo. No es justo cuando tantos han perdido tanto.

Federico asintió mientras seguía abrazándola como se abrazan los sueños por miedo a que terminen. E hicieron el amor, ahora sí, con sexo.

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