Háblame del Amor

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Háblame del Amor

Por: María Caballero

Anusha era la primera vez que pasaba las vacaciones de verano en casa de su abuela. Sus padres habían organizado un viaje a Italia sin la hija. A sus diez años no supondría una carga para la anciana y le vendría bien separarse de ellos y vencer la timidez.

Los tres llegaron con un gran televisor, la mujer se emocionó, podría ver sus series preferidas sin los continuos apagones de su viejo aparato, además, al ser pequeño, con su mala vista le costaba distinguir a unos actores de otros. El regalo lo traían para quitarle el enfado por cuidar de la nieta. Jacinta hacía mucho que no se ocupaba de alguien, desde que su Paco murió y se quedó sola en la casa. Esa responsabilidad impuesta la enojaba. Cuando la llamó su hija para pedirle el favor no supo poner una excusa, antes era más rápida de reflejos. En cuanto partieron los padres, miró a la niña de reojo y pensó que se la habían jugado como a una tonta. Quiso mostrarse moderna y le dijo a la cría que podía entretenerse con el ordenador o con el móvil hasta la hora de la cena. La nieta puso cara de alivio y corrió a encerrarse en el cuarto de la planta de arriba. Parecía mentira que se hubiesen visto tan poco en esos diez años. La hija, al casarse, cambió las temporadas en el pueblo por destinos más glamurosos con su estirado marido. La llamaba un par de veces al mes y le enviaba un regalo por su cumpleaños, que llegaba puntual con el cartero. También recibía sin falta una tarjeta el día de la madre y en Navidad. Nunca tenía tiempo para una visita, tan ocupada como estaba, y la castigó a no ver crecer a la nieta. Su egoísmo quedaba claro al pretender que compartiese el verano con una niña que tenía un nombre que no sabía pronunciar, adoptada en un país desconocido que muchas veces le costaba recordar.

Preparó una cena agradable, no consultó con la nieta y se encontró con la sorpresa de que la cría era vegetariana y se enfadó al descubrir un trozo de ternera en su plato. La abuela lamentó que a los niños ya no les gustasen los filetes empanados con patatas fritas. Tiró la comida a la basura y se sentó frente al televisor con el semblante triste. Anusha comenzó a contarle de dónde venía y cuáles eran las costumbres en su país. Jacinta contempló a la niña con ternura y rogó que no le tuviese en cuenta sus errores, solo conocía las costumbres del pueblo. Recordó el miedo que le provocó el viaje de sus padres a la India para su adopción. No comprendía que tuviesen que irse tan lejos a buscar una niña. Todas las dudas se despejaron el día que Paco y ella la vieron, tan pequeñita, con el rostro perfecto de piel oscura y el cabello y los ojos muy negros. Comenzaron a quererla en cuanto la tuvieron entre sus brazos y besaron su frente.

La nieta se encontraba cómoda charlando con la mujer de blancos cabellos y apagó la televisión, deseaba saber lo que se siente al enamorarse. Jacinta rio con ganas. No tenía ni idea, nunca estuvo enamorada. Sin amargura, dijo que no fue una mujer guapa, ni siquiera atractiva, además la cojera que arrastraba desde joven impidió que pudiese elegir, se conformó con el hombre que se fijó en ella. Tuvo suerte de que su difunto marido lo hiciese, parecía que le daban algo de miedo las mujeres, a Jacinta debió verla menos peligrosa que a las otras y se declaró en el baile de las fiestas de septiembre. Siendo la mayor de sus hermanos se casó la última. A su madre no le gustó el yerno desde el primer vistazo. Su padre, más cabal, agradeció que no se quedase soltera. Fue un buen marido, cuidó de ella y le ofreció una vida sin demasiados disgustos ni privaciones. La anciana aseguró que le quiso, incluso después de muerto le seguía queriendo. Enamorada de él no lo estuvo jamás. Al enviudar se prendó del médico una temporada, fue más capricho que amor, ese sentimiento afectó a su salud, entonces cayó en que si de joven no tenía el cuerpo para fiestas, de vieja mucho menos, y se le pasó la tontería, tanto que le cogió manía y le molestaba incluso escuchar su voz. Anusha se extrañó de que se pudiese vivir sin amor. La abuela la corrigió, ella no vivió sin amor, tuvo el mejor, el cocinado a fuego lento, ese que no lo rompe nada ni nadie. El enamoramiento dura unos meses, cuando pasa, debe dejar una semilla detrás, de lo contrario la pareja no sobrevivirá. Jacinta dio por finalizada la charla comentando que tan joven no debía pensar en amoríos propios de mayores, sino disfrutar de la amistad que es un gran tesoro. A la mañana siguiente bajaron a la plaza, la nieta debía conocer y jugar con niños de su edad. Antes, la anciana aconsejó a la pequeña que no les hablase como si fuese una vieja de diez años, los habitantes de ese pueblo eran gente sencilla y esperaban a que las cosas sucediesen a su debido tiempo.

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