Cosas de Niños

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Cosas de Niños

Por: Dorelis Mosquera Quero

La llamarada amenazaba con alcanzar las hojas de los árboles que rodeaban el claro que habían preparado para llevar a cabo su venganza. El muchacho, desesperado, lloraba y suplicaba tratando de conmover a sus captores. Un grupo de niños que no alcanzaban ni los quince años, armados con lanzas improvisadas hechas con palos y cañas de bambú amenazaban con picarlo cuando éste intentaba alejarse del fuego.

—¡Para que aprendas a no meterte con nosotros! – Gritó uno.

—¡A ver si te quedan ganas de volverle a pegar a Vicente! – Añadió otro.

La escena tenía lugar alrededor de una hoguera, en una zona apartada del bosque, donde cuatro de los hermanos Munelo habían llevado a Beltrán Leal para desquitarse de las trastadas y palizas propinadas por éste. El Beltrán, como le llamaban todos, era algo mayor y más fuerte. Los muchachos del pueblo comentaban que se afeitaba desde el año anterior, aunque nada en su rostro sugería tal cosa.

Ese día, el pendenciero de Beltrán tuvo el infortunio de caer en la trampa que los Munelo tenían preparada para él. Le aguardaron escondidos entre los matorrales junto al cruce del algarrobo. Allí una piedra que no le dejó adivinar origen ni trayectoria, impactó en su cabeza. Beltrán dobló las rodillas y cubrió su cabeza con ambas manos en un intento por mitigar con ello el dolor, pero el golpe de una caña de bambú sobre su espalda le obligó a dar de bruces. Un par de golpes más fueron suficientes para reducirlo. Vencido, se dejó conducir al lugar en el que ahora estaba a punto de morir quemado.

Eran muchas las trastadas que Beltrán les había hecho y con resignación las habían asumido. Pero esta vez no lo dejarían pasar. Que le pegara a su hermano pequeño, al que sorprendió en el camino a casa de Don Julián, era una grave afrenta. Pero Beltrán no se conformó con calentarle las mejillas a manotazos. No. También le quitó la cabra. Que le quitara la cabra era imperdonable; tenían que desquitarse.

Vicente, que así se llamaba el menor de los Munelo, solía ir acompañado de una cabra que tiempo atrás le servía de caballo. Sus hermanos la habían adiestrado para que lo llevara a lomos, cuando éste era tan pequeño que no podía seguirles el paso o se cansaba en las largas caminatas de exploración y vagabundeo que emprendían por los alrededores.

También responsabilizaban a Beltrán de que el viejo Julián los pillara una tarde en la que, sin tener otra cosa más productiva que hacer, se dedicaban a pinchar con una espina de naranjo las carúnculas hinchadas de los pavos que cortejaban a las hembras, divirtiéndose al ver cómo los pobres animales perdían de inmediato su imponente aspecto. Julián les prohibió volver a entrar en su propiedad y se presentó ante sus padres exigiendo el pago por los pavos. Los hermanos estaban convencidos que fue Beltrán quien los delató.

—¡Mal pario! ¡Te vamos a quemar vivo para que pagues todas las que nos has hecho! ¡Todavía me duelen las manos de tanto trabajar para pagar los pavos de Don Julián!— Dijo Santiago, amenazándole con su lanza.

Santiago, al igual que los otros estaba empapado en sudor. Tal era el calor que desprendía la enorme hoguera que ellos mismos sufrían sus consecuencias, pero a ninguno parecía quebrársele el ánimo. Todos permanecían en sus puestos alrededor del fuego, empuñando sus armas para impedir que el pobre chico escapara.

En las caras de los hermanos no se veía signo de flaqueza o temor alguno. Querían cumplir con su cometido, con esa venganza tan minuciosamente planificada, no porque existiera maldad o crueldad en sus corazones, sino por esa determinación pueril, tan estúpida e inconsciente que nos es imposible comprender una vez alcanzamos la madurez, pero que es el motor que impulsa todas las acciones en un adolescente. Esa fuerza irreflexiva era la que ahora dominaba sus espíritus. Tenían un plan e iban a ejecutarlo. En ningún momento, ni aun viendo al muchacho casi entre las llamas repararon en el hecho de que intentaban matar a Beltrán, que su venganza consistía en un asesinato. No. Esa palabra y sus consecuencias jamás pasó por sus cabezas y si alguno reparó en ello, rápidamente mudó de pensamiento avasallado por ese hipnotismo que ejerce el grupo sobre el individuo, así como por lo emocionante que resultaba el poder desquitarse de una vez por todas del maldito Beltrán, porque ahora sí las iba a pagar todas juntas.

Sin embargo, Beltrán estaba atrapado en un carrusel de emociones. Vociferaba insultando y amenazando, jurando que se las pagarían. Acto seguido, intentaba razonar con ellos suplicando entre lágrimas que le dejaran ir, prometiendo no volver a molestarles. Pero la excitación en la que se encontraban los hermanos les impedía escuchar lo que decía, mientras que su estado de vulnerabilidad, lejos de inspirar pena, exaltaba en ellos el deseo de acabar con el oponente vencido.

Las hojas de los árboles que rodeaban la escena mudaban poco a poco del verde al marrón grisáceo, mientras danzaban movidas por los cálidos vapores que emanaban del fuego. Ellas no eran las únicas que sufrían las consecuencias de la hoguera. Los rostros de los muchachos brillaban enrojecidos a causa del intenso calor, pero al igual que los árboles, ellos también permanecían inmóviles.

El destino del Beltrán estaba claro. Los hermanos iban cerrando cada vez más el círculo, acercando al joven irremediablemente a las llamas. Éste comenzaba a sentirse mareado. Sudaba de forma exagerada. La herida en su cabeza no paraba de sangrar. Había llegado su hora. Lo comprendía, moriría ahí. Le quemarían y luego se desharían de su cuerpo. Su madre envejecería esperando verle regresar algún día, pero eso nunca sucedería.

—¿Pero qué coño están haciendo? – Se escuchó en un tono reprobador que los hizo callar a todos.

Beltrán salió disparado de sus pensamientos al escuchar el grito de Ramón, el mayor de los Munelo, quien se presentó en el lugar cuando las fuerzas comenzaban a abandonarle. Ramón traía colgada su escopeta. Seguramente había salido a cazar y fue atraído por el humo. Siempre parecía adivinar lo que debía hacer, y salir de caza ese día fue un acierto.

—Vamos a joder a este «desgraciao» por pegarle a Vetulio y robarle la cabra. ¡Ahora no parece tan bravo!— Explicó Félix, cabecilla del grupo, convencido de hacer lo correcto.

Todos gritaban exaltados tratando de explicar, desde una lógica intoxicada por las herradas ideas de justicia de una mente adolescente, lo que estaban haciendo.

—¡Van a matar a ese muchacho! ¡Que se está quemando vivo!— Exclamó Ramón, mientras se abría paso entre sus hermanos, para luego acompañar al desconsolado Beltrán fuera del infernal círculo. Los otros muchachos arrojaron sus lanzas y le siguieron con cara de frustración, pero sin atreverse a protestar. Cuando estuvieron lo suficientemente lejos del fuego, Ramón se detuvo, miró la hoguera, al muchacho casi chamuscado y a sus hermanos. Permaneció un instante en silencio. Reanudó el paso y sin volverse para mirarlos, exclamó:

—¡Apaguen esa vaina, no vayan a quemar la montaña otra vez! Voy a llevar a Beltrán a su casa. Ya hablaremos luego.— agregó mientras se alejaba.

La vergüenza se dibujó en el rostro de los hermanos. Ahora parecían entender lo que habían estado a punto de hacer, pero ninguno se atrevió a decirlo en voz alta. Se dieron media vuelta y comenzaron a apagar el fuego, y aunque todos se preguntaban cuál sería el castigo esta vez, por ahora no valía la pena preocuparse. Papá y mamá aún no lo sabían. Ya hablarían luego.

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