La Soledad de los Cementerios

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La Soledad de los Cementerios

Por: Escribidor de Sueños

—Aniceto, ¡Qué alegría nuestro cementerio se está llenando de vida y color!, ¿Ha visto cuanta gente está viniendo a limpiar las sepulturas, los nichos, los panteones?, ¡oh cuantas flores nuevas!

—Sí, pero cada vez son menos, Señor Martín.

—Ciertamente, algún día ya no muy lejano esto desaparecerá y lo lamentable es que llegaremos a verlo, la eternidad es mucho tiempo. ¡Nos quedaremos tan solos! Tenía razón aquel poeta sevillano, Bécquer creo recordar que decía: ¡Dios mío qué solos se quedan los muertos!. La verdad que estos mausoleos, al igual que muchas tumbas cada vez están más dejadas. Las nuevas generaciones parecen renegar de sus ancestros. Mira la mía misma Aniceto, soy el más antiguo que reside aquí, creo que fue allá por el año 1880 cuando vine. Mas no recuerdo desde cuando dejaron de venir mis familiares, la cruz está casi derrumbada y la loza de granito partida, y ¿las flores? hace tantos años que no depositan flores sobre ella, siento que me han abandonado.

—Nos tiene a nosotros señor Martín, y no se olvide que nosotros le tenemos a usted, por ser el primer depositario le elegimos nuestro mandatario, para hacer cumplir las normas que nos regirán aquí hasta el fin de los tiempos.

—Señor Martín además tenemos un grave problema: cada vez baja la cifra de los que vienen aquí a realizar el descanso eterno.

—¿Y eso por qué Aniceto?

—Las cifras de los fallecidos, aunque menos, no es un dato apreciable en nuestras estadísticas, lo grave está en que de todos ellos, este año solo un cuarenta y ocho por ciento estará con nosotros y esta cifra señor Martín cada año va bajando. El resto han sido incinerados, esta moda está haciendo estragos, cada vez los cementerios se están quedando más vacíos. ¡Joder! a este paso acabarán desapareciendo.

—Ciertamente todos los años fuimos creciendo desde que se inaugurara este Campo Santo, pero la verdad en los últimos veinticinco años cada vez ingresan menos. Viven tan deprisa que quieren tener prisa hasta para dejar su cuerpo terrenal, acaban en cenizas como acabaremos nosotros con el paso de los siglos, pero no disfrutan de este largo reposo. Si supieran lo que se pierden no elegirían la cremación, acaban en una urna que muchos familiares a veces recogen de mala gana y con prisas para deshacerse de la ceniza arrojándola al mar, al campo o vete tú saber dónde, Aniceto.

—Tiene razón Señor Martín; recuerda el vecino que vino el año pasado, dijo que vio a sus hijos tirar las cenizas de su esposa al wáter, éstos le habían dicho que habían ido al olivar que tenía en el pueblo. No pudo soportarlo. Su dolor fue terrible al percatarse de tan canallesco acto, que pocas semanas después falleció.

—Bien, basta ya de tanta cháchara Aniceto, ¿Cómo van los preparativos para celebrar nuestro onomástica? Para el día de los difuntos, debemos prepararlo todo concienzudamente. Además antes tenemos que convocar al consejo para renovar algunos cargos y procurar solucionar los problemas que hay pendientes antes de dar la bienvenida a los nuevos no se vayan a pensar que aquí somos tan indolentes como aquellos políticos que rigen su vida en la tierra, si algo hemos aprendido aquí es que tenemos todo el tiempo del mundo para hacer las cosas bien y procurar el bienestar de nuestra comunidad. La eternidad es mucho tiempo, el descanso eterno no necesariamente es signo de pereza.

—Todo está en orden Señor Martín, el único problema que nos parecía más irresoluble era el de la tumba del matrimonio Domínguez que está inundada de agua y muy abandonada, temíamos que fueran a sellarla con cemento dejándoles atrapados dentro, les he dicho que pueden mudarse a mi mausoleo así no estaré solo, y la espera se me hará más corta hasta que Dios me envíe a mi esposa.

—Por favor Aniceto, no seas impaciente ni egoísta, parece que estás deseando que venga a hacerte compañía y seguramente ella estará descansando de ti. Jajaja Eres tan pesado.

—Señor Martín, a usted le consiento esas bromas por tratarse de quien es, pero le ruego que no lo diga delante de los demás, hay quienes me preguntan que porqué aún sigo solo. Sé que no es mi voluntad ni la de ella pero a veces me asalta la duda, debe de tener unos noventa y cinco años terrenales, no entiendo qué apego le tiene a la vida.

—Ves Aniceto, va ser lo que yo te digo, Dios me ha condenado a mí a soportarte aquí y ha liberado a ella de tus manías y tus pamplinas. Pero, está bien lo retiro, no te enfades, pongámonos manos a la obra, dame el listado de los nuevos, deseo conocerlos a todos y darles la bienvenida. Ordenaremos la recepción como siempre cuando acabe la misa de difuntos que como todos los años celebrarán aquí en la explanada del Campo Santo. Primero saludaremos a los más mayores para acabar con los más pequeños.

—Este año, señor Martín, solo han venidos dos niños tan pequeños que aún son de pecho.

—Genial, Aniceto, la señora María se hará cargo de ellos hasta que puedan andar y valerse por sí solos, así paliaremos el sufrimiento que padece por haber tenido que dejar a su hijos cuando parió. Aquella infección por culpa de la negligencia de un médico, y ese maldito virus; Covid, creo que lo llamaron, acabó con su vida. Dejaron en su vientre unas tijeras cuando le practicaron la cesárea, que mira que hay ser inútil para dejar una tijeras dentro del cuerpo de un paciente y además fue infectada por el virus en el mismo hospital. En fin, por una causa o por otras todos tendrán un final terrenal. Lo cierto es que todos serán llamados. Nadie nacido en este mundo podrá librarse de este ciclo que es la muerte.

—Señor Martín ya lo decía Platón la muerte es un cambio de lugar para el alma y cuando una persona muere, el alma se libera de la cárcel del cuerpo, para después ir al mundo divino y eterno de las ideas.

—Qué razón tenía Platón, Aniceto, la muerte, como tú y yo hemos podido comprobar, no es algo malo, o algo por lo cual asustarse, ya que simplemente es una transición del alma.

—Aniceto ¿A qué huele?, ¡oh no!, ¿Es lo que me temo?

—Sí, señor Martín, mire hacia allí, donde se encuentra el edificio en el que se halla el horno crematorio, ¿Está encendido, ve el humo?

—Sí, ya lo veo, otro desdichado que están incinerando, lo dicho a este paso nos quedamos solos Aniceto.

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