Por: NIFE

Ríos dorados corren por la tierra que desprende aroma a madreselva y tomillo. En la lejana extensión, columpiadas entre dos montañas, se levantan las casas de nata de la Puebla Vieja de Laredo. En aquel recóndito lugar las mañanas se aureolaban de un suave color dorado que reflejaban los objetos a los que rozaban levemente los rayos del sol. Los niños corrían por las estrechas callejas y lanzaban al aire su alegre gorjeo enfrascados en sus ingenuos juegos.

El viento recogía la voz cantarina de los mercaderes de frutas y verduras alojadas en las alforjas de algún burrito platero. Voceaban su mercancía y el eco de su rapsodia serpenteaba entre las calles de aquel pueblecito fantástico.

En las plazas asolanadas se sentaban los viejos en los bancos de piedra doliente, testigo mudo de sus charlas añejas, interrumpidas por los ardorosos toques de campanas que lanzaban sus voces sobre los campos dorados. Esos campos que veo ahora cubiertos de sueños de largos dedos que se enredan en mi alma y se hunden en la nevisca.

A lo lejos, el horizonte sobre el mar levado va perlándose de reflejos de luna nevada. En el puerto viejo los barcos salían y entraban y algunos reparaban las redes y otros anunciaban a voces su mercancía de plata en la lonja de pescado. Los ecos de sus voces aún reverberan entre las paredes solitarias y olvidadas del viejo edificio.

Sonidos y colores, fantasmas de oro y plata, que vagan en la sombra, atravesando el túnel que separa el presente del añorado pasado.