Horizontes

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Horizontes

Por: I.S.S.

Mi balcón no es precisamente un balcón espacioso. Lo justo para sacar una banqueta y estirar las piernas. Lo peor es la orientación, que es norte, y para ver el sol no queda otra que esperar a última hora de la tarde. A esa hora el sol ya no calienta igual, pero aún así se agradece. Es el momento reservado para mis lecturas. Aguardo durante todo el día ese momento para salir a leer. Ya se ha convertido en un pequeño ritual para mí, y lo espero con entusiasmo. Leer acompañada de esos últimos rayos del sol resulta una estupenda recompensa al final del día.

De todas formas no suelo aguantar mucho. El tiempo es bastante caprichoso por aquí. Ahora mismo, precisamente, está empezando a nublarse.

Ya he pasado tres veces por el mismo párrafo. No me concentro. Cuando hay un claro entre las nubes cierro los ojos para sentir el sol más fuerte. Cuando estoy así no me importa nada. Ni la lectura ni nada. Disfruto de ese pequeño instante de sol. Me gustaría leer en voz alta, me ayudaría a concentrarme, pero todo está demasiado silencioso aquí fuera. Por el reojo veo un movimiento, algo que se mueve en el edificio de enfrente. Es un edificio rectangular y feo, con ventanas blancas y terrazas de hormigón, la mayoría de ellas acristaladas como peceras. En una de esas peceras hay una mujer caminando de un lado para otro. Por el tamaño de la terraza no alcanza a dar tres pasos enteros cuando ya tiene que dar la vuelta. Puedo ver perfectamente el movimiento de sus piernas: un paso con la derecha, otro con la izquierda, un pequeño giro y repite el ejercicio en la otra dirección. Así una y otra vez en un movimiento acompasado, casi maquinal. Conforme va aumentando el ritmo, el espacio se percibe aún más pequeño y da la impresión de que la mujer está dando vueltas sobre sí misma. Resulta hipnótico mirarla. Viste mallas y camiseta deportiva, ambas de color negro. En el pliegue de las mangas hay un detalle, una especie de dibujo amarillo fosforito que no puedo dejar de mirar y cuánto más rápido se mueve ella siento como si una extraña luz fuera a escaparse por el aire.

“En esos días mirarán hacia el mar y gritarán de pronto: ¡Un barco! […] Y lo celebrarán y se dirán jubilosos: ¿Por qué estábamos tan abatidos?” Es la frase que intento asimilar del libro que estoy leyendo. Podría recitarla de memoria y, sin embargo, no consigo asimilarla. En un esfuerzo por aumentar la concentración me acerco un poco más al libro. Comienzo a hojearlo detalladamente, paseándome por sus páginas hasta llegar al final del capítulo. Repito el ejercicio en el sentido contrario y vuelvo a la frase inicial. Justo así, con la mirada fija en el libro, el edificio de enfrente me parece gigantesco. Una montaña enorme donde el mar hubiera dibujado cuevas diminutas y simétricas. Siguiendo el mismo juego, sin mirar directamente a la mujer de la terraza, manteniendo la vista fija en esta página del libro, el amarillo fosforito de su camiseta se me antoja inmenso, una luz enorme que se balancea y se acerca hacia mí como una luciérnaga en medio de la oscuridad.

Podría ser que la frase tuviera que ver con eso. Podría tener que ver con el amarillo fosforito de la camiseta. Vuelvo a leerla, esta vez dándome la razón a mí misma, la leo en un susurro y me doy cuenta de que, efectivamente, la frase tiene que ver con el amarillo fosforito, esa luz que se yergue y se balancea por el aire. Cierro los ojos. El sol se está abriendo hueco de nuevo entre las nubes. Me concentro en este instante pasajero de sol sin dejar de pensar en mi idea, y caigo en la cuenta, en este momento de lucidez, de que la frase también tiene que ver con estos rayos de sol de mi balcón. Me doy cuenta de que, precisamente, la frase me estaba hablando de eso.

Me incorporo en la banqueta. La madera ya empieza clavarse por todas partes. Normalmente a esta hora suelo meterme en casa. Una vez se ha ido el sol ya no tiene sentido quedarse aquí fuera. Pero hoy he decidido quedarme un poco más. La mujer de la terraza ultima su ejercicio. Se está esforzando por mantenerse y, al mismo tiempo, se advierte el pulso de unos pasos que caminan irrevocablemente hacia su fin. En algún momento esos pasos se detendrán, emprenderán un camino de vuelta hacia el salón de su casa. La mujer se sentará en su sofá, seguramente echará un vistazo a la televisión o volverá a pasar la mopa del polvo por la estantería, recibirá una llamada de teléfono:

-¿Todo bien?

-Aquí seguimos ¿Y vosotros?

Y abrirá la nevera y pensará qué podría preparar de cena que hiciese volar esas cuatro paredes y situarla en medio de alguna calle lejana y bulliciosa.

Los pasos ya casi se detienen y yo no pienso moverme de aquí hasta que la mujer se haya parado por completo. Seguramente no servirá de nada, no reparará en mí. ¿Pero y si me viera? Y si en ese detenerse paulatino de pronto alzara la vista y me viera aquí, observándola, observándola con mi libro entre las manos.

Ahora sí, la mujer se ha parado. Se ha quitado las zapatillas y, sin levantar la vista del suelo, se ha metido en su casa y ha encendido la luz. Ya está anocheciendo. Con esa luz amarillenta su terraza tiene aún más aspecto de pecera.

Me quedo un rato concentrada en esa imagen. Sin fijar del todo la vista, simplemente concentrada en esa luz amarillenta que se acerca y se balancea como un barco en el horizonte. Aguanto todavía un poco más con la vista clavada en la terraza. Me imagino los cristales reventados y el agua saliendo a borbotones, inundando las calles como un mar.

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