Pompas Fúnebres

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Pompas Fúnebres

Por: J.M.H.R.

¡El bueno de Joe! ¿Quién te iba a decir a ti que, a estas horas, ibas a estar en medio de una borrasca salida del mismísimo infierno? Que los truenos parecen berridos endemoniados y los rayos anuncios de desgracias. Tú que en una tarde como ésta estarías atiborrándote de cerveza tibia en la taberna con tus amigotes ruidosos y borrachos. Riéndote de todo y de todos por encima del bien y del mal

Sí. Ten cuidado por dónde conduces al caballo porque como le azuces demasiado igual yerra en su camino y os vais boca abajo todo derecho al fondo del acantilado donde las olas rugen de manera amenazadora como si estuvieran reclamando su dosis diaria de alimento.

Pero a ti no te importa mucho que esté diluviando y estés empapado hasta la médula ¿verdad? Ladeas un poco la cabeza y miras de reojo el paquete que llevas en tu vetusto carromato. Ese que parece que va a desvencijarse en cualquier momento.

Sí. Sonríes maliciosamente. En esa caja tan decrépita está el cadáver de tu peor enemigo, el reverendo Paisley. El mismo que hacía temblar a la congregación reunida en la iglesia, carcomida por la humedad, con unos sermones que emanaban tormentos sin fin y pruebas divinas de excelsa crueldad. El mismo que os señalaba a ti y a los de tu caterva como ejemplo execrable de lo que nunca debía hacerse en este mundo tan impío. El mismo que un día, sin que el Señor le avisara, se murió de un ataque al corazón.

Y precisamente hoy, en un día que parece que el mundo vaya a caerse, te toca a ti llevar al querido Paisley a su última morada. Tómalo con buen humor. Se trata de un viaje corto. Bueno, sería más corto si el viejo jamelgo que tira del carro no estuviera medio ciego. Y si no llevaras una melopea de órdago sobre tus espaldas.

Pero…un momento… ¿qué ha sido ese ruido?

¡Bah! nada de qué preocuparse ¿verdad? Ya tienes tú suficientes problemas por hoy. Sigamos.

¡Por todos los clavos de Cristo! Otra vez ese maldito ruido. Mejor será que mires detrás de ti a ver si es que te has dejado el carro abierto y el ataúd corra peligro de caerse….venga ¡mira!

Todo parece en orden ¿no? Bien ya queda menos para llegar al cementerio. Aunque lo peor está por llegar. Aún te queda meter al difunto en el agujero excavado en la tierra. Ese que a estas alturas estará inundado. Y sabes que tu única recompensa será la cerveza que te tomarás después ya bien entrada la noche y tú calado hasta los huesos.

¡Otra vez! Ese dichoso sonido que ahora, y crees no equivocarte, parece más un murmullo. Debieras volver la cabeza ¿no? Asegúrate, al menos, que el pobre hombre va a llegar entero al camposanto.

Ya veo. Decides optar por el camino más fácil que es agachar la cabeza y hacer caso omiso. Fustigar al penco y apretar los dientes.

¿Y sabes que te digo? Que a veces elegir lo más cómodo no es lo más acertado. Por eso debieras mirar a tu derecha. Verías que no estás solo. Tienes compañía. Sí. Es el reverendo Paisley sentado a tu lado. Algo demacrado. Incluso carcomido. Ya sabes eso de yacer entre madera mohosa atrae mucho a los gusanos de la carne. Tal vez debieras haberlo enterrado antes y no esperar dos semanas. Y te está señalando con un dedo. Bueno. Dedo no. Con el hueso del índice. ¡A ti!

No es de extrañar que pierdas la razón. Ni que tu viejo caballo tropiece y caiga directo, arrastrando consigo al carromato y a ti, al fondo del acantilado donde… ya sabes… las olas rugen de manera amenazadora como si estuvieran reclamando su dosis diaria de alimento.

Pero qué curioso, viejo Joe. Debiste dejarte abierta la portezuela del carromato porque en el suelo del camino yace el ataúd del párroco con la tapa reventada dejando asomar su calavera. Yo diría que parece estar sonriendo… ¿no?

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