De Cielos y Subsuelos

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De Cielos y Subsuelos

Por: Cesar Rosental

Estoy en el subte.

Estoy con vos.

Te vas a despedir con un beso cerca de mi boca y me vas a decir unas palabras que no recordaré, aunque recordaré la dulzura de tu voz. Pero eso no sucede todavía.

Ahora viajamos en un subte, parados y abrigados. Con una de las manos nos agarramos de las manijas que cuelgan del techo. Con la otra me aferro a vos. Hablamos y reímos. Por instantes, cuando dejo de hablar y de reír me sobrecoge la sensación de que el viaje será demasiado breve.

Mientras escribo estas líneas, trato de revivir la sensación de brevedad y solo recuerdo la idea. Si cierro los ojos e insisto un poco más te podría hablar de algo vagamente parecido al deseo de estar al calor de tu piel o de tu voz. Se me viene tu aliento, que me gustaba respirar cuando estabas tan cerca que no te veía. Tan cerca que solo te sentía. Imaginate, cualquier período de tiempo habría sido breve para mi.

Olor a subte.

Luz artificial.

Todo urbanidad si no fuera por el lejano sonido de una chacarera, tal vez un arpa. También oigo guitarras y una voz canta León Gieco. Nuestro trayecto serán unas fugaces estaciones, en este tren que se mueve bajo la tierra, como una herejía. Ni bien se abre la puerta con gente que sube y baja, me mirás de ese modo ambiguo que acompañás con un apretoncito imperceptible a mi mano. En ese momento intuí que los dos estábamos sintiendo lo mismo: la brevedad, la finitud del viaje. Una cuenta regresiva pienso ahora. Porque en ese momento solo sentí que ese viaje era demasiado breve…

Venimos de otros paisajes. Venimos de reírnos y de llorar. En algún momento entre esos extremos, también me dijo que la convierta en un personaje de mis novelas. Yo no quise preguntar. No te quise preguntar por qué preferías ser un personaje si tenías el protagónico de mi atención. Eras el centro de mi deseo. No existía en mi universo nada más que vos. Si ya eras inmortal ¿Por qué descender?, me pregunté, pero no te lo pregunté. No quise.

En aquellos paisajes nuestros cuerpos se amaron y nuestras almas se abrieron, pero no del todo. Me dijo que me amaba y yo le creí un poco. Y dijo mi nombre, con esa textura de su voz…. Luego, mientras nos vestimos y sin mirarme me preguntó: querés que te lleve a dónde vas… ¿Tenés auto?, pregunté. No, te llevo en subte, tonto. ¡De nuevo ese tono! Ahora no dice mi nombre, me dice tonto. Dónde aprenden las mujeres a hablarnos así. A darnos existencia al decir nuestro nombre, inclusive al decirnos tonto o soquete o cuquito. Nos seducen y no nos damos cuenta. O me doy cuenta cuando ya es demasiado tarde y me llevaste de las narices, en el mejor de los casos, a mil cielos e infiernos, sin que pueda discernir cuál es cuál.

Te llevo en subte, tonto, me dijo mientras rebotaba contra el piso. Porque rebotas todo el tiempo como si fueras Agustina y, de paso yo soy Bender. ¿Viste que no necesitas que te escriba? Porque ya estás en una historia literaria, creada nada menos que por Abelardo Castillo. Esto sucedió antes. Antes de que salgamos a la lluvia, abrazados y al amparo del raquítico paraguas. Antes de que en una metáfora tan cercana que fue literal, nos tragara la tierra. De la mano nos reímos. En cuanto el tren se detiene en la estación en que debemos bajar, nos soltamos solo de la mano que nos aferraba al vagón. Subimos unas escaleras mojadas que me sacan de las entrañas. El aire frío golpea mi alma. Caminamos lento rumbo al beso que finalmente me das tan cerca de mi boca que me hace llorar. Y te fuiste para siempre, como cada vez que te vas.

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