El Territorio de la Salamandra

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El Territorio de la Salamandra

Por: Miguel F.

Emil aceptaría el destierro una vez más. Los años bordados entre líneas acudían a su mente repleta de cáscaras, los viejos males, la voz del sumidero. El murmullo empezó en la cocina, una semana de cielos ralos cian y cobre; donde abrir las galerías y los cristales húmedos lavaba los aires envenenados de la casa. Ya en la mudanza había notado que la extraña distribución de estancias no podía sino obedecer a una condena de espacios, así habían cuadrado los cimientos. El portal abriéndose a un corredor sombrío y al final del mismo la sala de estar, con dos aseos enfrentados, puerta con puerta, mismo azulejo, disposición especular de los elementos. De locos. La habitación principal, al igual que las otras, respiraba en un escueto ventanal de marco cromado hacia un patio de paredes angostas que trepaban hasta rayar el cielo y soplar los miasmas de cada cocina hacia las nubes. El error de elegir apartamento un día soleado, en una ciudad que solo sabe de jornadas plomizas y atardeceres precoces, que roban el día a los melancólicos y la tarde a los viejos. Pero había pagado. Los anaqueles ya estaban repletos, los armarios ordenados, la despensa olía a manzanas y butano, sin moscas tiesas en los altillos, el agua bombeando los grifos, respetando la cinética de los tubos largos.

La extrañeza puede inquietar al nuevo inquilino. Los reflejos y las formas, los gritos lejanos, los crujidos en la madera sin los pasos vespertinos, la lluvia en la chapa y los tendales, todo amenaza y grita en una lengua bárbara. Por eso Emil no le dio más vueltas al quejido que brotaba de la rendija de humos. Serán las brisas, pensó. Será el viento un inquilino más.

Aquella constancia del sonido le molestó. Pensó en los posibles artificios que los gitanos del ático estarían usando para escindir los empates, las regletas y contadores de la caja de cuadros; o quizás el preciado cobre que movía las poleas del ascensor. Pero el tono era diferente al esperado. Las primeras noches, mecido por un insomnio austero, Emil erguía la cabeza de entre las mantas intentando adivinar la naturaleza de los ruidos que vertía la tubería. Un gorgoteo, un insecto mascullando infamias, un berbiquí en la madera seca o el canto de un ave sonámbula. El ruido lo vigilaba desde un mundo siempre supeditado a la invisibilidad. Y la noche corría sin freno entre las calles y el cemento, no espera por nadie ni concedía treguas a los heridos por la triste y nebulosa daga del insomnio. El amanecer duele en la frente, la luz de un sol mezquino.

Pasaron los días y anidó en él una nueva sospecha. Recordando sus tardes en el granero, sorbiendo la caspa del heno acostado y el zapateo de las ratas cruzando los techos a cada momento. La idea bastó para sembrar de veneno cada escondrijo, bajo las faldas de los muebles, en las esquinas de sombra y silencio. Pero pronto vio como los envases de bolillas rojas que con tanto miedo había dejado, permanecían intactos. Y entonces el sonido creció.

La sexta noche supuso un cambio. Al rugido en sordina del fregadero le sobrevino un canto sabe Dios en qué idioma desde la pila del bidé, una polifonía en vela. Emil pensó en las voces gregorianas rebotando entre pilares de granito, llenando la sala, un saxo tenor, una trompa salvaje en la llanura. Aquel motivo era diferente al primero, pero guardaban ambos una falta de ser que él trataba de acallar sin resultado. Compró tapones de desagüe, de esa goma negra como el azabache, pero una vez los calcó en los agujeros el sonido pareció extenderse por los hierros y los cables, incluso hacia las llaves de radiadores y las clavijas de corriente. Y quiso quitar los tapones, pero ya no podía. Desde el plomo y el vacío algo tiraba con fuerza, limando intentos, contra todo principio de razonamiento las gomas estaban selladas. Emil tiró y tiró, hasta acabar arrancando las cuentas metálicas que hilan esos cordeles. En un intento por comprenderlo todo, abrió las puertas bajo el fregadero, retiró la cal, las bayetas, el machete romo, el cubo azul, la lejía y el salfumán, olió lavanda y tierra, tanteó las bridas, se apoyó en los suelos sobre la baldosa fría. Echó en falta la luz del día en aquel suburbio de humedad y jabones. Con la llave giró la tuerca, la abrazadera estalló en un margen, comida por la herrumbre. Apenas separó la tubería del sifón superior, una voz sin aliento brotó de esa ceguera. Un aspirar de otro mundo que apestaba a humedad de iglesia le sorbió la lágrima de los ojos. Emil se alejó del fregadero y corrió hacia la puerta. Desde la distancia volvió la vista para ver aquel cañón de plástico y sentir que nada los separaba, que el hálito negro ya estaba en él y le palpitaba en el seno de las ideas. Cerró la puerta de la cocina. Atrás quedó el sonido, cada vez más claro, sin duda una voz. La rendija, escucha, la rendija.

Ahora en cada rincón. Como un caer de sable a la baldosa, una octava en lo más bajo y a la vez el soplido del viento resonando aquí y allá, moviendo las esquinas y alejando las estancias, temblando las puertas como ruedas de molino. La rendija.

Atrapado en el corredor, un camino ahora infinito, Emil corre al primer cuarto. La manilla se le escapa y rueda hacia la sala, el piso ondula desde la última esquina, pero aun así entra tirando de los bordes, clavando las uñas. La puerta se cierra, pisa la tabla con la puntilla, no quiere que la voz entre allí también. Quiere huir y no es capaz ni de pensar en cómo. Donde una vez hubo ventana ahora solo hay pared. Le tiemblan las piernas. El marco de la puerta se quiebra y astilla, solo puede retroceder. Estalla una bisagra. La rendija. Cuando cae al centro de la habitación, percibe la llamada claramente. La voz que en él habita. Tarde advierte que las paredes se vienen hacia él. La estancia lo engulle, la puerta no existe, solo ve el suelo del pasillo en una angosta línea que le cierra el paso hacia la nada. En vano se arrastra. El techo le aplasta el lomo, se le clavan en el pecho las rodillas. Cuando todo se apaga en el mundo, cuatro barras refulgentes oscilan frente a frente. Se acerca y pega la cara. Quiere aprender a soplar, pero los ojos le duelen con rabia. Todo sucede al otro lado. Cuando intenta ser consciente de sus circunstancias, un silbido, una línea tenue a su alrededor lo devuelve al estado inicial, un calambre en la cabeza como un batir tenaz en el sueño. No hay nada humano. La aquiescencia tras la rendija es la realidad. Ni siquiera ha de esforzarse en vivir o en sentir lo que percibe y resulta ajeno. Todo viene a él con la misma facilidad que antes, pero de un modo inquebrantable, porque no sabe si tiene forma, no sabe si estirar un brazo y apretar los dedos requiere la misma secuencia de estados que su conciencia solicitaba en un tiempo anterior, en aquel mundo de antes. Pero un ruido al otro lado le aclara la bruma y el pensamiento. Tras la rendija unos pasos ajenos alivian las juntas del parqué. Y al asomarse puede ver su figura. Y puede recordar perfectamente el día de su llegada, y ver su apartamento, y no saber cómo ni dónde. No alcanza a entender la nueva distribución de las estancias, si cabe aún más caótica.

Al creerse encerrado en una cuenca incorpórea, no recordar su nombre, el tacto al rascarse la piel, al bostezar y tragar el aire con ímpetu. Cuando repara en que ya no puede ni siquiera pisar un suelo y sin embargo verse ahí, como una macabra película que le arranca a jirones la cordura, él intenta deshacer el sueño. Se esfuerza en abrir la boca que ya no tiene y gritar al hombre que una vez fue. Pero de aquella rendija solo emana un sonido amorfo, a ratos animal, a ratos humano. La angustia que lo ahoga solo consigue elevar la voz por las paredes, las cañerías, los puentes. Y lo que una vez fue silencio ahora es un canto grotesco que suelda las juntas del sumidero.

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