Se Tambaleaban los Pilares

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Se Tambaleaban los Pilares

Por: Perla Díez Arcos

Sabía que los noventa años ya los había cumplido, no recordaba cuánto tiempo había pasado, si eran cuatro o cinco años. Tampoco sabía desde cuándo habían empezado a disminuir sus fuerzas, pero la realidad es que sus pilares se tambaleaban.

Ahora llevaba unos días más animada. Desde que levantaron el confinamiento, su hija mayor se había venido a pasar unos días con ella. Pilar sufría, aunque le decía que en el trabajo no tenía problemas, que teletrabajaba desde allí y que los niños ya eran grandes.

Todo eso le parecía magia, por las noches se conectaban con la familia de su hija, con sus nietos y su yerno. Los veían, hablaban con ellos. Los nietos le insistían en que aprendiera para poder hacerlo ella cuando estuviera sola, para eso le habían enviado por una tienda On-line la tablet, que nunca quiso poner en funcionamiento. Ahora, con la ayuda de su hija, iba perdiendo el miedo, pero seguía sin salir de su asombro. ¡Qué aparatos!

Durante el tiempo de confinamiento, su otra hija, que vivía más cerca, iba los sábados, le llevaba la compra, le limpiaba la casa, le ayudaba a bañarse, dejaban comida preparada para varios días. Eso y el teléfono le habían ayudado a mitigar la soledad.

En su pequeño pueblo, habían podido mantener un contacto a medias entre los vecinos, era un espacio libre de virus, pero la enfermera que había seguido visitándolos cada dos semanas, les recomendaba, estarse cada cual en su casa y cuando salieran a pasear podían reunirse con los vecinos, pero siempre con la molesta mascarilla bien puesta.

A Pilar le sorprendía, que cuando su hijas hablaban, les oía decir que tenían que comprar ropa para ella, que la llevarían a la peluquería, como si se fuera a ir de viaje, ¡maja estaba ella! Además, el armario estaba lleno de vestidos, de faldas, de blusas, de todo tenía muchísimo, no necesitaba nada. Mientras las oía, ella repetía entre dientes:

—Que lo que necesitaba era unas piernas nuevas. Las suyas cada día le fallaban más.

—¿Para qué iba a ir a la peluquería? Que le recortaran ellas un poco el pelo y ya valía.

Su hija la oía y le sonreía.

—Para que estés guapa y te vean tus nietos. Esta noche les vamos a preguntar si les gustará verte con la permanente y el pelo bien cortado.

El lunes, después de comer, se fueron a visitar a la hija pequeña. Las hermanas llevaban tiempo sin verse. Hablaban y hablaban, mientras, Pilar jugaba al parchís con sus nietas. Enseguida vio que allí había «gato encerrado». Habían ido para ir de compras. No tenía ganas de discutir.

—Ir vosotras, que yo me quedo aquí con las niñas.

¡Cómo volvieron de bolsas! Lo que menos se imaginaba Pilar es que todo aquello era para ella. En la vida se había puesto pantalones y ahora traían tres o cuatro. Y así todo, encima empezaron a probárselo, se estaba cansando.

— ¿Es que os habéis vuelto de cabeza? ¿Queréis ponerme a la moda o qué? ¿Será para verme en el ordenador? ¡Dios mío qué locura! Encima se ríen.

Una mañana, mientras desayunaba, llegó la trabajadora social, con otra señorita, le dijeron que venían a saludarla, a ver cómo se encontraba. Ana, la trabajadora social, durante el confinamiento, también había pasado a visitarla o la había llamado por teléfono. Por eso no le extrañó la visita.

—¡Hoy te veo muy guapa Pilar y muy bien acompañada! Dan ganas de abrazarte, pero sabes que no podemos hacerlo —Ana era muy cariñosa y estaba pendiente de todo.

La otra señorita hablaba con la hija de Pilar, se acercó y le preguntó a ella sí le contestaba a unas preguntas, eran para ayudar a las personas mayores que estaban solas.

—Ahora no estoy sola, pero mayor sí soy y mucho.

—Pues esa suerte tiene usted, eso es porque ha vivido muchos años. Y bien guapa está.

—Menuda marcha han cogido mis hijas con llevarme a la peluquería, comprarme ropa. ¿No sé para qué? —Acompañaba a sus palabras con gestos de desconcierto.

Cuando se despidieron de Pilar, ella estaba pendiente de lo que hablaban con la hija y algo oyó sobre esperar. Les miraba intrigada. ¿Esperar qué? se repetía ella.

Se acercó a su hija y le hizo un gesto de pregunta, lo notó la trabajadora social y se volvió, le cogió la mano a Pilar, le miró a los ojos:

—¿Qué pregunta esconde esa mirada? Vamos a sentarnos y a no dejarte con dudas.

—Pilar, el tiempo de confinamiento ha sido muy duro. La soledad a tu edad es mala, tus hijas no pueden estar aquí contigo siempre. Tú no quieres marcharte con ellas…

—Algo se está tramando, no sé qué será, no me gusta tanto misterio, se dice y listo.

—Tampoco me quiero ir a la residencia, pero si no me muero, algo habrá que hacer. No sé si es mejor tener buena la cabeza o perderla; pronto he visto que algo me escondíais.

—Ven aquí le dijo a su hija que estaba con los ojos llenos de lágrimas, no llores, yo también estoy triste, pero si habéis pensado que me vaya a la residencia, pues ya está, lo único, que me lo teníais que haber preguntado a mí.

Cuando se quedó sola con su hija, le dijo:

—Voy a llamar a tu hermana, porque si no la llamarás tú cuando me dé la vuelta, sabéis que no me gusta que andéis con tantas escondecucas, que si comprarme ropa, que si ir a la peluquería; tanta tontería, pues se hablan las cosas.

En muy pocos días la llamó la trabajadora social, ya estaba su plaza disponible. Tenía una semana de tiempo para prepararse. Su hija llevaba allí dos semanas, cuando vino, dijo que se quedaría unos diez días. No había que esperar más. Preparaban la maleta, ella se iba a su nuevo destino y su hija a su casa. Cada mochuelo a su olivo. Así se lo propuso. Ese día comieron arroz con pollo, era su comida favorita, pero qué mal le pasaba. Tenía un nudo en el estómago.

Su hija le comentaba que ella se podía quedar algún día más, por lo menos hasta el fin de semana, así recogían todo con tranquilidad, pero Pilar se sentía extraña, ya quería irse.

Donde se sintió extraña fue la primera noche en la residencia. Se repetía muchas veces, que estaba como pollo en corral ajeno. Todo estaba muy limpio, había cenado un puré de verduras rico, el pescado no le pasaba, comió un poco. En la mesa había otras tres personas, casi no hablaban. Le parecieron muy viejos todos, pero las trabajadoras eran muy atentas. La cama era cómoda. No había que pensarlo, ésta era su última etapa.

La residencia estaba en la ciudad en la que vivía su hija pequeña. A la mañana siguiente, después de desayunar tenían ejercicios de movilidad. Todos sentados en círculo, levantaban los brazos, las piernas, abrían y cerraban las manos, movían la cabeza, se fijaban en lo que hacía el monitor que estaba sentado en una plataforma.

Ella estaba frente a la puerta y al terminar vio que su hija se acercaba con una de las cuidadoras, venía a ver qué tal había descansado, había aprovechado el tiempo del desayuno para acercarse a verla.

—A ver si ahora que estoy acompañada, vienes cada día, le dijo Pilar con tono airado.

—Claro que vendré a verte muchos días, esto sí puedo hacerlo. Ahora no hablaremos por teléfono, nos veremos. ¿No es mejor así? Los sábados te vendrás a comer a casa.

—Lo que vosotras queráis, eso será.

A la semana de estar en la residencia Pilar tuvo un ictus, la trasladaron al hospital, no se enteró de nada, cuando se despertó, estaban con ella sus hijas, las confundía con las enfermeras, llevaban unos disfraces que solo las conocía si hablaban.

De vuelta a la residencia ya no podían visitarla. Habían aumentado los afectados por la Covid. Se movía en silla de ruedas, casi no hablaba, se le trababa la lengua. Una cuidadora le conectaba algunos días la tablet para que la vieran sus hijas. Ella ni miraba.

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