El Viento y las Golondrinas

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El Viento y las Golondrinas

Por: Somwang

Romina y Valeria vivían despeinadas.

No era por desidia de los padres, hecho que queda demostrado en los seis espejos que aún lucen en el comedor de la antigua casa. Uno por cada uno de los niños, y cada uno con su nombre tallado en el marco de madera. Ubicados según las diferentes alturas de Elizabeth, Susana, Roberto, Valeria, Romina y Andrés.

Todas las mañanas, antes de partir hacia la escuela, mamá Lucy los peinaba con esmero. Uno por uno.

Elizabeth, Susana, Roberto y Andrés llegaban a la escuela como recién salidos de la peluquería, Valeria y Romina ni bien cruzaban el umbral de la casa se despeinaban.

Lo hacían con frenesí, sacudían las cabezas y batían sus cabellos con movimientos vertiginosos de las manos. Parecía que competían entre ellas para ver quién lucía la cabellera más despeinada.

Un símbolo de libertad…un encendido respeto por la naturaleza de las cosas…un rechazo a las convenciones….

Cualquiera de estas circunstancias podría haber diagnosticado algún discípulo de Freud.

Lo cierto es que los cuadernos de comunicaciones de Valeria y Romina todas las tardes llegaban con admoniciones al estado anárquico de sus cabellos. En ningún caso se hacía mención a una falta de pulcritud, el acento estaba puesto en el desorden
pilífero.

Romina aseguraba que su desarreglo era culpa del viento. Que las brisas, corrientes de aire, ventiscas y tifones se ensañaban con su melena. Hasta le atribuía cierta culpabilidad a los ventiladores de la casa de los vecinos de enfrente.

Valeria -por su parte- sostenía que las golondrinas eran las responsables. Que la perseguían, revoloteaban alrededor de su cabeza y picoteaban su cabellera. Que algunas de ellas, inclusive, habían intentado anidar en sus cabellos.

Mamá Lucy intentó diferentes métodos para aplacar aquellos pelos.

Desencantada de los clásicos fijadores consultó por productos naturales.

Probó con miel reducida en agua hirviendo, emulsión que en principio dio buenos resultados, hasta que todas las abejas de San Blas comenzaron a perseguir a las niñas.

Ensayó con un compuesto que le prepararon en la zona de Alpasinche: cuatro cucharadas de semilla de lino, dos de azúcar y ungüento de ajo. El preparado daba resultado pero Valeria y Romina se iban quedando sin amigos (¡olor penetrante el del ajo!). Una mezcla de productos naturales fue lo recomendado por doña Amushina: jugo de aloe vera, té verde, linaza, aceite de oliva, limón y vinagre de manzana. Doña Amushina era una persona muy reconocida en la región, había resuelto cientos de problemas con sus remedios naturales, pero la mujer ya rondaba los 114 años y su memoria comenzaba a fallar. Por tal motivo solía confundir algunas fórmulas y sus aplicaciones.

Daba un remedio para la alergia que era para la gota o un placebo para la jaqueca que en realidad servía para los sabañones. O como en este caso una solución para fijar el cabello que en realidad era un preparado para combatir el estreñimiento.

Superadas las corridas producidas por el preparado de Amushina, Valeria y Romina volvieron a las peinadas habituales de mamá Lucy, el peine mojado frente a sus respectivos espejos. Peinadas que invariablemente se desataban cruzando el umbral.

Más allá de las reconvenciones en sus cuadernos, Valeria y Romina vivieron una infancia felizmente despeinadas.

Hoy Valeria -en su rol de maestra- acaricia las cabezas de sus alumnos (aprovecha para acondicionar algunos pelos rebeldes). Romina, enfermera del hospital de su pueblo, acomoda con ternura los cabellos de los pacientes.

Las cabezas de ambas lucen cabelleras peinadas con dedicación, no hay pelo que se rebele a la cuidada forma. Cada superficie espejada que se cruza por sus caminos es consultada por ellas para comprobar el estado de sus peinados. Retocando la cabellera de ser necesario.

Pero cuando pueden, fuera de la mirada de la gente y en absoluta intimidad, Valeria y Romina se despeinan, con frenesí. Como antes, como siempre.

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