Por: Regiomonte
En un lugar de una fértil provincia, al norte de la región antártica famosa ―de vecinas y remotas naciones jamás respetada, por ridícula, corrupta y poco organizada: la gente que produce es torpe y mal educada, tan soberbia, traicionera, pendenciera y ladrona, que no ha sido por presidente, dictador o militares jamás regida, el extranjero siempre con malas intenciones recibido―, un lugar de cuyo nombre no quiero acordarme, no hace mucho tiempo que vivía una ―no ya tan joven― damisela de la más antigua profesión, esa de los «masajes de relajación». Una olla con algo más de pollo que de vacuno, quizá una delgada tajada de hogaza con mantequilla las más noches, duelos y quebrantos con profusión de cubatas los sábados, lentejas los viernes, alguna empanada de añadidura los domingos, a menos que estuviera de pensionista en «aquel lugar lamentable donde toda incomodidad tiene su asiento, y donde todo triste ruido hace su habitación», hasta la habitual gestión judicial breve de los lunes por la mañana ―el pago de una razonable multa―, consumían la totalidad de su ―muy
escueta― hacienda. El resto de ella concluía en algunos atuendos, cortos y provocativos, calzado de gigantescos tacones para las fiestas, y los días de entresemana, un blue jean muy ceñido. Tenía en su casa una hija, ya en edad de merecer que, a cambio de estipendios razonables, mancillaba la piel de sus clientes con tatuajes de mediocre diseño, siempre con un humeante porro «de la buena» colgando en forma precaria de su labio inferior, y otra hija entradita en carnes que no llegaba a los veinte. Frisaba la edad de nuestra damisela los cincuenta años; era de complexión corriente, algo lacia de pechos ―la probable consecuencia de su consuetudinaria soltura de cuerpo―, con vagos remanentes de algún antiguo encanto de rostro, poco madrugadora y amiga de extensos «remoloneos» en el «cuadrilátero de boxeo horizontal». Quieren decir que tenía el sobrenombre de «Hermosa», que en esto hay alguna diferencia en los autores que de este caso escriben, aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que de «gentil moza» poco restaba. Pero esto importa poco a nuestro cuento: basta que en la narración no se salga un punto de la verdad.
Es, pues, de saber que esta sobredicha damisela, los ratos que estaba ociosa, que eran los más del día, se daba a escuchar las extrañas e inquietantes canciones de un joven ―pero ya algo famosillo― trovador de la lejana Constantinopla, un tal Kantar, percibidas en forma incesante en la «app» de radio de su muy zamarreado teléfono móvil, el que destellaba raudos haces de electrones por su elegante carcasa de color «pussy pink«, con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de su profesión y la administración de su hacienda; y llegó a tanto su ansiedad y desatino en esto, que vendió todo lo que podía vender, incluyéndose a ella misma ―en considerable cantidad de ocasiones― y así, juntó suficientes «pavos verdes» ―esos de cien euros― para contratar transporte para ella y una pequeña talega en un vuelo ―nada de alfombras mágicas en este cuento― a la remota urbe de Estambul como, con majadería, insisten en llamarla en estos tiempos. Durante las largas horas del monótono recorrido, leía ―con dudosa comprensión― lo que compuso el famoso Feliciano de Silva, porque la claridad de su prosa y aquellas intrincadas razones suyas le parecían de perlas, al provocarle evocación del trovador turco, el que causaba en ella extraños estremecimientos, lo que es razonable, ya que como bien se define en Wikipedia: «A la hora de interpretar una canción en un escenario, es importante tener un estilo propio y transmitir sentimiento al público», y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafíos, donde en muchas partes hallaba escrito: «La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra hermosura». Y también cuando leía: «… los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas os fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza». Releyendo tales retóricas al compás de las canciones, con su sincopado ritmo bien marcado por los insinuantes meneos pélvicos de Kantar, el inquietante intérprete, perdía la pobre damisela el juicio, y desvelábase por entenderlas y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara ni las entendiera el mismo Aristóteles, si resucitara para solo ello. Alababa en su autor el acabar su libro con la promesa de aquella inacabable aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma y darle fin al pie de la letra, como allí se promete; y sin duda alguna lo hiciera, y aún saliera con ello, si otros mayores y continuos pensamientos, todos concentrados en las reiteradas imágenes de una imaginaria conjunción sensual fogosa e idílica con el tal moro de marras, no se lo estorbaran. Ensoñaba que los oscuros cabellos le ocultarían el rostro, solo asomaría su boca de labios hambrientos. Si él no fuera cantante, incluso por completo mudo, ella no lo notaría, tanto es lo que hablaba su presencia en la noche de su deseo. Se acercaría a él, aspiraría con fruición la fragancia de su piel, la que iría cambiando, en leves matices, al recorrer la geografía aromática de su cuerpo, con acentos de un largo y muy caluroso día en sus axilas, con sugerencias de oscuro musgo y la penumbra de un profundo mar en la confluencia de sus piernas. Pero, como siempre le sucedía a ella tarde o temprano, la decisión de proceder llegaría a ser demasiado imperativa. En silencio, su experimentada mano se aventuraría hasta posarse sobre un muslo firme.
― Te equivocas ―susurraría él al sentir que ella sopesaba, con la ágil práctica de su extensa experiencia, las dimensiones y la consistencia de esa región anatómica―, militamos en el mismo regimiento…
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