El Asceta

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El Asceta

Por: Tom

El hombre vivía en lo alto de un poste.

Había leído que los antiguos anacoretas buscaban la purificación aislándose en la cima de las columnas, a falta de ellas se trepó en un poste telefónico.

Rosendo Bevilacqua era un ser muy influenciable y solía tener esa clase de identificaciones, y en ciertas oportunidades se mimetizaba con algún personaje.

Sus conocidos recuerdan que ya en enero de 1969 se ubicó junto al teléfono esperando el llamado de la N.A.S.A. (en respuesta a su ofrecimiento). A mitad de año (y sin haber levantado el traste de la silla en ningún momento) Rosendo se anotició de la llegada del hombre a la luna (por los gritos de la abuela que desde el patio aseguraba estar viendo un astronauta caminando sobre la superficie lunar). Decidió abandonar la silla —con un gesto de fastidio— y le regaló el traje a su tío el apicultor.

Meses más tarde se encolumnó con quienes se oponían a la guerra de Vietnam, compró una guitarra, una armónica y escribió canciones que tocaba en la estación Loria del subterráneo metropolitano. El pleno desconocimiento de los instrumentos, y sus baladas incomprensibles, hicieron que aumentaran los usuarios de la línea 24 de autobús y convirtieron a la estación Loria en un lugar desolado. Para recuperar los pasajeros la empresa de subtes decidió que los coches no se detuvieran en dicha estación y proporcionaron a los vagones de una aislación acústica.

Rosendo cantó doce años en soledad hasta que pensó que la guerra a esa altura ya habría terminado, por lo que vendió la guitarra y compró un fusil.

Una desilusión amorosa produjo el acercamiento a la literatura mística lo que lo llevó a escalar el poste telefónico. No fue fácil la trepada, después de varios intentos debió aligerar su carga y dejó el televisor, la cama y la heladera al pie del poste. Por la madrugada sus pertenencias ya habían desaparecido.

Se despertó con grandes dolores en la espalda y la cintura, culpa de la cadena con la que se ajustaba para evitar caer en el asfalto y en la tentación de abandonar el aislamiento (eso lo había aprendido de San Simeón). Con el tiempo se arrepentiría de
haber tirado la llave del candado a la alcantarilla.

El primer inconveniente lo tuvo con los pájaros que anidaban sobre el madero y lo resistían a picotazos. Para colmo los pichones le birlaron los mendrugos de pan que llevaba para todo el mes.

Luego sobrevino el problema con los vecinos de la cuadra que por su culpa recibían interferencias en las líneas telefónicas.

A la semana Rosendo comenzó a gritar pidiendo que lo bajaran pero la distancia hacía incomprensible sus expresiones. Para su desgracia los alaridos coincidieron con el comienzo de una tormenta que dio fin a la sequía más prolongada de la zona. Al día siguiente los productores agropecuarios se hacían presentes para ofrendarle su agradecimiento.

De esa manera comenzó la popularidad de San Telefónico (así lo llamaron).

Llegaban procesiones de los puntos más diversos. Le dejaban alimentos, regalos, mascotas y sobres con peticiones. Se sacaban fotos con los niños alzados señalando con el paraguas la cima del poste, donde apenas se distinguía la figura pequeña del anacoreta.

Rosendo, resignado, observaba como esa colonia de hormigas se movilizaba a sus pies, mientras se alimentaba de lo mismo que el pájaro traía a sus pichones.

El Honorable Concejo Deliberante lo declaró ciudadano ilustre y el Intendente le entregó las llaves de la ciudad (se las dejó colgadas de un ganchito en el poste).

Los agricultores se acercaron con grandes pancartas de agradecimiento y otras que pedían el cese de las lluvias, pues ya era suficiente.

Al mes, en medio de la inundación creciente, una turba enardecida intentaba voltear el poste. Rosendo, con escuálida figura, gritaba con fuerza pero su voz ya estaba desgastada.

Al atardecer los hombres lograron su objetivo, la cima del poste cayó —a la distancia sobre las aguas, los pájaros huyeron del nido.

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