Dos Sillas

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Dos Sillas

Por: Óscar Reboiras Loureiro

Era su pasatiempo. La forma de despedir el día antes de afrontar el trámite de la cena (por lo general lo que sobraba de mediodía), mirar un poco la televisión, dejar la dentadura postiza en un vaso con agua, tirarse encima de un colchón blando incapaz de amortiguar los estridentes ruidos del somier de madera y dejar la mente en blanco por unas horas, las necesarias para que el nuevo día les devolviera a su deseada rutina.

Ellos, como los niños, necesitaban la seguridad de la costumbre. Repetir, paso por paso, las mismas acciones para sentir que su mundo seguía estable y fuerte. Que los días eran iguales y nada se tambaleaba en aquella casa de ladrillo y planta baja. Por eso, su momento de distracción era necesario para que todo continuase manteniendo un equilibrio. Y solo se daban el lujo de disfrutarlo antes de cenar. Ni antes ni después.

El día comenzaba cuando salían de cama, casi sincronizados, aunque cada uno en su habitación, que para eso estaban en una edad en la que no era necesario disimular. Sin encender la luz (estaba muy cara y la pensión daba para lo justo) abrían la persiana y miraban el exterior. Los ojos, aún llenos de legañas, trataban de adivinar si el parte meteorológico de la noche había acertado o había fallado de nuevo. Cada uno ponía su bata, compradas años atrás en el mercadillo, donde se anunciaban con un imperante «Dos batas al precio de una, guapas. Solo hoy. Que me las quitan de las manos», aunque Aurora, la mujer, acostumbrada a regatear como quien acostumbra a respirar, consiguió que se las rebajasen aún más. Después, iban hasta la cocina, donde se saludaban alzando levemente la barbilla (evitaban hablar porque hay cosas que, después de tantos años, se sobreentienden). Evaristo, el hombre, preparaba el café mientras la mujer cogía las tazas en la alacena. Una vez en la mesa, rodeaban con sus manos artríticas los desgastados pocillos y se dejaban preñar por el calor humeante. No sabrían decir si lo que más les gustaba era el café en sí o esa sensación cálida que los impregnaba y parecía quitarles años y achaques de encima. Sea como sea, después mojaban pan duro del día anterior en la taza (la pensión, ya se sabe), ablandaban el sueño en el café, fregaban los recipientes, se ponían la ropa de trabajo y enfilaban hacia la huerta.

Lo primero era atender a las gallinas. Nada más abrirles la puerta salían corriendo al exterior, como si las estuviese esperando una sorpresa y no el pequeño espacio que escarbaban una y otra vez, con la tierra dura y agujereada. Cambiaban el agua del bebedero, les partían unas hojas de verdura que desaparecían en minutos y, siempre que podían, añadían al menú cuanto caracol y babosa encontraban en la huerta. Esa era la única tarea compartida. A partir de ahí, cada uno andaba a lo suyo: Aurora en las legumbres, Evaristo en los frutales, Aurora con los conejos, Evaristo cortando la hierba, Aurora regando, Evaristo con la azada. Poco a poco, sin hablar, sin mirar el reloj o quejarse de lo mala o dura que era la vida, sacaban petróleo de aquella finca (había que estirar la pensión). Lo que no comían, lo vendían. Y lo que no vendían, acababa en el gallinero o en el cubil de los conejos. Se aprovechaba todo.

Después de la comida de mediodía, de la siesta de rigor y de otro par de horas en la huerta, llegaba el mejor momento del día. Hiciese lluvia o calentase el sol, salían de casa, se adentraban en el soportal y tomaban asiento. Aurora en la silla de la derecha, Evaristo en la de la izquierda. Todo listo para disfrutar de su diversión. Fijaban entonces la vista al frente, en el espacio en el que se mezclaban el progreso y la tradición, la velocidad y el placer de la contemplación, los nervios de la mayoría y la serenidad de
unos pocos, las aventuras amorosas y las rupturas sentimentales, los viajes insólitos y las rutas mil veces repetidas, las caminatas para perder peso y los grupos de peregrinos agotados, las mascotas con collar y los perros perdidos. Porque delante de su casa pasaba la carretera nacional N-550. Más en concreto la recta entre A Picaraña y A Escravitude.

Aquel trozo de asfalto gris y anodino era para Aurora y Evaristo la definición más aproximada a lo que podía entenderse por felicidad. Por allí transcurría la vida, moviéndose en doble sentido. Cuando bajaba el Celta (ahora por lo visto era Arriva, una compañía de transportes inglesa, aunque para ellos siempre sería el Celta) con destino a Ribeira comprobaban en el reloj si iba en hora o si llegaría con retraso. Se miraban a los ojos (por algo llevaban tanto años viviendo juntos) cuando pasaba algún conocido en coche al que llevaban tiempo sin ver, como preguntándose a dónde iría o qué demonios le pasaría. Por el contrario, a los conductores habituales los saludaban con una alegría desbordante, como felicitándose de verlos otro día más. A los que no les decían nada eran a los que caminaban hasta Santiago, de esos no tenían referencias, no sabían si eran buena o mala gente, con lo que lo mejor era que continuaran su camino sin pararse demasiado. En verano, a última hora, cuando se formaban atascos, se reían por lo bajo. Los coches se amontonaban formando una serpiente de colores, las bocinas chillaban y alguno que otro sacaba la cabeza por la ventana del coche quejándose no se sabe muy bien de qué. «Ahora les entran las prisas», decía Evaristo a través de pequeños golpes telegráficos sobre el reposabrazos. «¡Pero para marcharse de la playa prisa no tenían!», respondía Aurora a través de los compases dibujados con la punta de su pie. Se giraban a coro cuando escuchaban la sirena de una ambulancia y la seguían hasta que se perdía de vista o describían el mismo barrido por el monte, buscando humo, cuando lo que pasaba era un camión de bomberos. Contaban los todoterrenos de la guardia civil, los tractores cargados
de eucaliptos y los viajes que hacía Xabier, el de los materiales de construcción, con su carroceta cargada de cemento y de palés.

Cuando llegaba la noche, cuando ya las luces de cruce les cegaban impidiéndoles ver las caras o distinguir a los ocupantes de los vehículos, recogían. Lo hacían con algo de pena. Primero Evaristo y, a continuación, Aurora. Ponían en movimiento sus
septuagenarias piernas, se detenían un segundo en el umbral de la puerta, le echaban un último vistazo a la carretera (entre los de casa no hacía falta decirse adiós) y cerraban la puerta.

Con el confinamiento, hubo quien dijo que seguían haciendo lo mismo, pero detrás de la ventana de la cocina. Estaban más viejos y, habitualmente, discutían entre ellos.

Delante de su casa apenas pasaban coches. Los días ya no eran alegres. Los pocos Celtas que bajaban lo hacían vacíos, siempre antes de la hora. El ronco motor de la carroceta de Xabier ya no se ahogaba cuesta arriba porque el silencio era denso y pesaba como una losa. No había conocidos que saludar ni peregrinos que ignorar. La vida, sin más, se había parado.

Ningún vecino fue consciente de la ambulancia que vino por Aurora una tarde. Ni tampoco de la que recogió a Evaristo, dos tardes después (llevaban toda una vida compenetrándose). Cuando algún conocido pasa ahora por delante de su casa, esperando un saludo, solo acierta a ver dos sillas vacías debajo del soportal. A pesar de que el informe médico del hospital recogió que habían dado «Negativo» en sus respectivos test de antígenos, hay quienes aseguran que se los llevó el coronavirus.

Están en lo cierto.

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