Cuenta Pendiente

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Cuenta Pendiente

Por: Federico Reale

Relato breve: Cuenta Pendiente

03 de agosto de 2019.

Lobos, provincia de Buenos Aires.

La mañana en la que el detective privado Hugo Rodríguez, alto, caucásico, de cabello castaño corto, ojos marrones, nariz aguileña y labios finos, cuya edad bordeaba los cincuenta, estacionó su malogrado Ford Focus negro azabache frente a la casa de Sofía Castro era fría, gris, casi… “triste”. Abundantes nubarrones ocultaban la figura del sol. Muy poca gente circulaba por la calle, considerando que la vivienda no se encontraba demasiado lejos del centro de la ciudad.

«Se acerca una tormenta fuerte», pensó Hugo. Y se lamentó de no haber escuchado a su esposa, Claudia, cuando le sugirió llevar paraguas. Si se largaba a llover, tendría que cubrirse con ese raído gabán marrón que lo acompañaba desde hacía más de quince años.

En el frente se observaba la cortina cerrada de lo que fue un almacén de barrio. El cartel descolorido, cuyas letras en relieve apenas se mantenían firmes, evidenciaba el implacable paso del tiempo. Hace rato que la situación estaba complicada. El laburo no abundaba, para nadie. A la izquierda del mencionado se extendía un pasillo estrecho, sin asfaltar, bordeado por paredes altas y agrietadas, que desembocaba en dos pequeños departamentos de aspecto antiguo, venido a menos. El de abajo había dejado de alquilarse hace meses. Según recordaba Hugo del caso Romero, la chica vivía en el de arriba. Respiró hondo. Una corriente de aire pasó cerca y le generó escalofríos. Frotó sus manos entre sí.

«Tenés que estar bien…, piba. Por favor».

Resultaba difícil precisar cuál de los escalones rechinaba más. Daba la impresión de que colapsarían en cualquier momento cuando los zapatos del detective ejercían presión sobre ellos. Hugo, sin embargo, era ajeno a esto. Su mente no paraba de darle vueltas a los sucesos del día anterior.

Él reposaba en el gastado sillón de cuero de su oficina. Una taza de café humeante se encontraba sobre su escritorio. La pantalla de la computadora estaba apagada, polvo abundaba sobre los anaqueles y archivadores, humedad empañaba las ventanas. La carta llegó de improviso. Castro era la novia de Alan Romero: adolescente asesinado con brutalidad en una casona de las afueras. Su cuerpo fue descuartizado y sus miembros hallados en diferentes locaciones del partido. Como testigo, la chica había hablado poco y la información brindada por ella fue irrelevante. El caso se cerró sin encontrar culpables.

Hugo siempre lo consideró como esa mancha en su historial que le generaba enorme frustración, que lo atormentaba en los días reflexivos. En la misiva, Castro relató los acontecimientos que precedieron la muerte de Romero. Se habían metido en la casona, guiados por historias, buscando objetos de valor para hacer frente a deudas y se encontraron con gente trastornada que realizaba ritos donde sacrificaban personas. Ella logró escapar. Alan no contó con la misma fortuna.

El motivo principal por el que había, luego de tantos años, contactado al detective era que se sentía observada, perseguida, agobiada. Creía que los de la secta venían por ella, que iban a matarla.

Hugo tocó la oxidada puerta de chapa, que se abrió, revelando la oscuridad del interior. Observándola con más atención, notó que la cerradura estaba rota. Tuvo un pésimo presentimiento que le hizo llevar su mano derecha a la funda del revólver.

Apenas atinó a darle a la perilla de la luz, una voz lo llamó:

—¡Pasá, querido! —Era femenina, madura, agradable al oído.

Hugo cruzó el minúsculo comedor del departamento empleando su característico andar: sigiloso y encorvado. Paró en seco al contemplar el charco de sangre que se extendía luego del ingreso al living.

«Por dios…».

Sus ojos se abrieron de par en par. No podía creer lo que veía. Se negaba a hacerlo. El cuerpo de Sofía Castro se encontraba tirado a sus pies. De múltiples heridas en su abdomen, brazos, piernas, manaba néctar rojizo. Un agujero de bala en medio de su frente coronaba la escena.

—Te estábamos esperando —dijo la voz. Pertenecía a una señora rubia, anciana. Sentada de cara a la puerta, de espaldas a la ventana cerrada, lo observaba con sus ojos verde esmeralda. Una sonrisa se dibujaba en su rostro—. Sí —Sangre manchaba sus prendas. Entre sus dedos, la pistola con silenciador; a sus pies, el cuchillo ensangrentado—, ya era hora.

—Usted… —Hugo desenfundó el revólver y le apuntó. Los años en la fuerza lo habían acostumbrado al olor a podrido, pero seguía siendo desagradable padecerlo.

La señora ni se inmutó.

—Angélica. Mucho gusto. —Miraba al cadáver como quien ve y se enorgullece de una obra de arte terminada.

—¿Por…?

—Costó —lo interrumpió— encontrarla. Estuvimos bastante ocupados últimamente. Pero una vez que lo hicimos no fue difícil. He visto pocas personas más solas que esta chica.

—¿Por qué lo hizo? —La experiencia de Hugo le permitía mantener relativa calma.

—¿No está claro? —Esbozó un gesto de obviedad al tiempo que acariciaba su bufanda blanca de lana, teñida de rojo—. Por el mismo motivo que te movilizó a vos, querido. No nos gustan las cuentas pendientes. Tarde o temprano, saldamos nuestros asuntos. Siempre.

—¿Quiénes son “ustedes”?

—Nosotros… —Angélica rio—. Me gustaría responder tus preguntas. Pero no va a ser posible. —Se puso de pie. Hugo aproximó su dedo al gatillo—. Seguro que también deseás saber la razón de que nos encontrásemos así, en estas circunstancias. He cumplido mi misión. Cerré mi capítulo. Ya no tengo arrepentimientos. —Empezó a alzar lentamente el arma—. ¿Sos capaz de cerrar el tuyo, querido?

Angélica le apuntó y Hugo le disparó. Matarla no alivió en lo más mínimo su pesar. La vida seguía siendo igual de dura.

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