Un Billete de Ida y Vuelta

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Un Billete de Ida y Vuelta

Por: Carmen Mellizo Sanz

¡Qué deprisa pasa todo visto desde la ventanilla del tren! Parece que fue hace unos minutos cuando cogí el tren de ida y ya estoy muy cerca otra vez de mi punto de partida. Es tan hermoso el atardecer…

Cuando cogí el tren y comencé mi viaje de ida esta mañana, ni siquiera pensé en el ocaso. Era mi primer viaje. Tenía tantas cosas que descubrir… Como una niña curiosa y descarada recorría cada vagón, inspeccionando cada asiento, cada cartel; conociendo a gentes que, como yo, viajaban, excitados, por primera vez; o a otros que hacían su viaje de regreso sentados tranquilamente, contemplando el paisaje que se aceleraba al otro lado de los cristales; otros eran pasajeros que viajaban sólo temporalmente en mi tren, porque cambiarían a otro en la siguiente estación. Abría puertas para ver qué escondían detrás. Cuando abrí la primera puerta, encontré algo maravilloso. Es difícil de explicar. Me invadió una sensación de seguridad, paz y amor que me desbordaba. Era como si hubiese descubierto la ternura y el calor que se siente cuando te abraza “mamá” o cuando “papá” te cuenta un cuento antes de dormir. Nada malo podía ocurrirme allí y me senté un rato en aquella habitación en la que había personas que eran como partes de mí con distinto aspecto. Se estaba bien. Veía pasar por la ventanilla verdes paisajes de montaña, nieve, blancas arenas acariciadas por el mar, extraños países cuyas fronteras cruzábamos durante este interminable viaje de ida. Jugábamos a descubrir paisajes, a pintar los colores de la naturaleza, a cantar la música del viento y era divertido.

El espíritu acogedor de aquella habitación era sedante pero un sonido que llegó desde fuera me despertó del tierno letargo y tuve que asomarme a la puerta. Nada vi, pero desde la puerta que estaba al fondo del siguiente vagón, algo me llamaba, un sonido tal vez, una sensación que tiraba de mí con más fuerza cada vez. Y abandoné la seguridad de aquel cuarto que ya me era familiar para seguir investigando aquel tren tan inquietante. Por el pasillo me cruzaba con gentes curiosas, como yo, otras perdidas intentando encontrar su asiento y otras, simplemente, sentadas, sin preocuparse de lo que habría dos vagones más allá, como lechugas plantadas en un huerto. Con algunas me paraba a charlar sobre los distintos compartimentos que habíamos visto o sobre los paisajes que incesantemente cambiaban su traje en el exterior y caminábamos juntos durante un rato por el pasillo hasta que decidíamos abrir puertas diferentes y separar nuestros caminos. A veces, esa separación se hacía difícil porque la charla había sido encantadora y muy interesante. Otras veces agradecía el poder decir adiós a una compañía un tanto tediosa y desagradable.

Estaba frente a aquella puerta que me llamaba. Y la abrí. Tenía miedo, pero intentaba acortar el temor a lo desconocido enfrentándome rápidamente a ello. El aire dentro era dulce y sensual. Provocaba en mí todas las sensaciones; me daba placer, destruía aquellos esquemas terribles sobre la lujuria, el sexo, el placer, el cuerpo; ¡tenía cuerpo! ¡Y yo sin saberlo, sin ser consciente de ello! Allí dentro me dejaba acariciar, dejaba que todas las sensaciones se apoderasen de mí y me sumergí en el descubrimiento de mi cuerpo y del cuerpo de otros. Debí quedarme dormida en algún momento porque, cuando abrí los ojos, el tren arrancaba de una estación y estaba sola en un vagón vacío. No me sentí muy bien. Y mi descubrimiento ya no me atraía tanto, creo que porque carecía de sentimiento verdadero. Entonces decidí buscar a gente que me enseñara a pensar, a conocer y a entender. Por cierto, ¿hacia dónde se dirigía el tren? Nunca se me ocurrió pensarlo pero en ese momento, de pronto, no veía sentido a mi viaje, no comprendía nada. Pero seguí andando, recorriendo el tren, intentando encontrar respuestas.

Sin darme cuenta, como si el tren fuese cada vez más y más rápido, parando apenas unos segundos en las múltiples estaciones de su camino, me vi recorriendo el pasillo con tres personas que se habían ido incorporando en tres estaciones sucesivas. Eran como si fuese yo misma. No entendía. Seguía sin comprender lo que pasaba. Sentía una unión especial con ellos y un amor profundo y fuerte que me recordaba a aquello que sentí en el primer vagón al que entré, pero esta vez, la que proporcionaba la seguridad era yo. Su compañía me reconfortaba, después de la soledad que sentí mientras me asomaba a cuartos, casi siempre vacíos o con imágenes que me hacían soñar para desvanecerse luego y ser nada, sólo dolor, sólo recuerdos. Creo que le di sentido, entonces, a mi viaje: tenía que estar allí para enseñar a mis tres compañeros a investigar, a ayudar y a mejorar el servicio que prestaba aquel medio de transporte y a convertirse en personas que darían algún día seguridad a nuevos pasajeros que se incorporarían a este viaje tan hermoso. Juntos, pues, abríamos y cerrábamos puertas. Alguna escondía diversiones; otras guardaban belleza, cultura, música, cosas interesantísimas. Pero, por desgracia, muchas nos enseñaron el dolor, las lágrimas, los desengaños y las tristezas y en demasiadas sufrimos, nos indignamos y nos sentimos avergonzados de estar allí, de ser pasajeros de ese tren, impotentes ante hechos de intolerancia, racismo, hambre, guerras sin sentido, ambición loca de poder, pobreza, injusticia, INJUSTICIA, luchas por fronteras, por religiones. Pero ya no había modo de bajar del tren ni de pararlo. Y llegó un momento en que mis tres compañeros de viaje quisieron investigar otros caminos por su cuenta, caminos distintos del mío; supongo que para eso les había estado enseñando, aunque me daba mucha pena. Y volví a recorrer sola el tren, que ya empezaba a ser demasiado largo. Muchas de las puertas que abría ya me resultaban familiares. A veces coincidía con mis tres compañeros y entonces recordábamos y comentábamos nuestros descubrimientos. Me iban presentando a las personas que habían ido recogiendo a lo largo de su camino y esas personas también formaron parte de mí, haciendo que mi vida se extendiese hasta límites insospechados, llenándose de espacios llenos de amor. Y, cuando supe que ellos seguirían su camino sin mi ayuda, conocí a la mitad de mi persona, alguien que había estado siempre cerca pero con la que nunca había coincidido porque había viajado en otro tren. Juntos iniciamos la última parte del viaje siendo cómplices de recuerdos, secretos y caricias, formando un todo que nos hizo sentir por fin completos.

Ahora estoy sentada mirando el hermoso paisaje del atardecer por la ventanilla del tren junto a mi compañero. No me he dado cuenta de que mi tren llegó ya al final de su viaje de ida y de que estoy a punto de regresar. Algo se me ha quedado en el camino y no me di cuenta. Ahora estoy cansada, pero aun tengo curiosidad. Me fascina el exterior. El cielo se pone el traje de colores cálidos antes de vestirse de frío, en estas horas últimas de la puesta de sol, que dibuja una fina línea dorada en los limpios contornos de las montañas y de los árboles. El tren ha reducido su velocidad. Sólo se escucha el leve traqueteo metálico de las ruedas sobre las largas vías, monótono sonido que atonta y ralentiza los movimientos y el pensamiento. Presiento que vamos a llegar. Este ha sido un paseo que se me ha hecho demasiado corto. Aun tengo mucho que recordar, mucho que investigar. Necesito tiempo. Quiero descubrir otra vez, como entonces, el cuarto en el que estaba la música que me invadió y me acompañó siempre; quiero volver a pasear con mis tres compañeros; quiero seguir redescubriendo el amor con mi compañero, ese dulce veneno que te ayuda a soñar pero que duele tanto cuando te falta.

El cielo se va poniendo negro. Creo que viene el revisor pidiendo los billetes. Pero aun me falta tanto por hacer. El tren se detiene. Ya no tengo billete – se lo quedó el revisor – y me tengo que bajar. Mi compañero no viene conmigo aunque me dice que me encontrará pronto. Tengo miedo. Está todo oscuro en el andén aunque siento la presencia de almas largamente ausentes esperándome, tal vez mi madre o mi padre, no sé. Sopla un frío y extraño viento. Estoy cansada. Mi viaje de ida y vuelta duró tan poco y nunca supe cuándo inició el regreso… Sigo siendo curiosa. Me parece ver, en esta horrible negrura, una luz que se acerca y oigo el silbato de un tren. Tal vez comience otro viaje. Hay otros conmigo; ¿será algunos de ellos un conocido? Tal vez. Sigo teniendo miedo. Rápido. Debo enfrentarme a ello. Me acerco a la ventanilla y pido un billete… Esta vez sólo de ida. ¡Hay tanto por descubrir a lo largo de un viaje en tren!

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