Una Vida Llena de Música

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Una Vida Llena de Música

Por: Alejandro Abalo Bianchini (17 años)

La vida era música, por eso no me era de extrañar que estuviera siempre presente, desde el pitido melodioso de los teléfonos hasta la sinfonía musical emitida por un claxon. Sin embargo, entre todos siempre hay una oveja negra. Yo era aquel que no lo entendía, hasta que finalmente logré ganarme un hueco en el mundo.

¿Cómo?

La escuela fue mi trauma en mi juventud, sobre todo la asignatura de música. Cada semana el maestro nos contaba el mismo rollo: que los instrumentos eran importantes en la vida, que no podíamos vivir sin ellos, etcétera. Nos mandaba aprender a tocar instrumentos y al saber de mi ineptitud, dejó de ser severo con todos y me usó como bufón para hacer reír a todos. El rumor se extendió como el humo y toda la escuela lo supo en horas, el barrio en días y el mundo en meses. Cada día de mi vida deseaba ser como ellos y rogaba por las noches para que el día siguiente fuera distinto. Pero nunca pasó.

Tras un año de mal agüero, la gente seguía riéndose de mí, como siempre. Durante ese tiempo tuve que controlarme de no perder los estribos con ellos. Un día, durante la clase de música, empezamos a tocar la flauta travesera y el maestro al cansarse de que todo fuera sublime, me sacó al frente. Al llegar el profe me tendió la flauta y se puso a jugar conmigo como si yo fuera un tonto gato que quisiera atrapar un ovillo de lana. Mis compañeros se rieron mientras yo me hacía preguntas en mi cabeza. ¿Por qué tenía que hacerle caso? ¿Por qué tenía que seguir aguantando sus ridículos juegos? ¿Por qué tenían que reírse siempre de mí? Me enfurecí al pensar en aquello y supe que ya era hora de poner fin sus burlas.

En cuanto el maestro me dio la flauta de malas maneras, hice lo correcto. Rebeldía fue la chispa que encendió mi mente y con fuerza la arrojé contra el suelo. Los fragmentos volaron por toda el aula y la gente se agachó para esquivarlos. Empecé a arrojar otros instrumentos contra ellos y salí corriendo fuera del colegio y ellos me siguieron. Traté de darles esquinazo subiendo al bus de la avenida y lo conseguí. No bajé hasta dos paradas más adelante y una vez lejos de su alcance, volví a correr hasta un lugar donde no pudiera encontrar a nadie, ni nadie pudiera encontrarme a mí ni a un kilómetro a la redonda. Llegué a un extenso campo y éste fue mi salvación. Me metí más adentro en el lugar y por un momento pensé que no me encontrarían jamás. Tomé la decisión de quedarme allí para siempre y si lograban encontrarme volvería a escapar. Empecé a buscar un refugio y me aseguré de encontrar agua que pudiera beber y comida.

Había pasado un año desde que había desaparecido de la sociedad y había empezado a vivir mi propia, pero nueva, vida. No había sido nada fácil, entre buscar el alimento necesario para vivir y conseguir un refugio en el que vivir, pero valió la pena, hasta que todo se torció. Paseando por el bosque encontré lo último que querría haber visto. Un piano apostado a unos pocos metros de mí, se erguía con esplendor. No lo pensé dos veces y fui hacia él para destrozarlo con una rama bien gruesa, pero al alzarla para destruirlo, una gota cayó sobre una de sus teclas y ésta comenzó a deslizarse por el piano hasta caer en el suelo por una de sus patas. Entonces ocurrió algo mágico. Una pequeña planta comenzó a germinar y empezó a producir una sinfonía dulce como una flauta. Una nota fue tocada en el piano y la flor se movió de forma graciosa.

Decidí entonces, hacer algo imposible. Cerré los ojos y pulsé una de sus teclas sin mirar. Un sonido grave inundó el bosque. La rama se me escurrió de la mano. Volví a tocar otra y esta vez fue una nota más aguda. El murmullo de los árboles acompañó la sinfonía consigo. Tras eso supe qué era lo que tenía que hacer. Traté de hacer un asiento con todo lo que encontré y comencé a tocar sin seguir pauta alguna ni consejo de nadie. Solo dejándome llevar. La melodía no era del todo perfecta, pero a mí me bastaba como era. Los acordes surcaron el cielo y, mecidos por el viento, llegaron a parar a los pueblos y a las ciudades. Yo seguí tocando sin nada mejor que hacer y quedé así hasta quedar satisfecho. Me di cuenta de lo que había hecho y suspiré aliviado, hasta que el quebrantamiento de una rama me hizo parar en seco. Salí corriendo del lugar y no volví la cabeza para ver quién me perseguía. Llegué a divisar la ciudad a pocos metros de donde estaba, así que salí corriendo en dirección a ella. Las calles desiertas me dieron una oportunidad para volver a escapar y llegar a una plaza en la que se imponía otro piano. Me dio la oportunidad perfecta de mostrar mi valía ante el mundo. Empecé a tocar y de nuevo me dejé llevar por mi instinto. Un intenso silencio se había apoderado del mundo, pero ahora estaba sumido en la música y cuando terminé de tocar, me sentí como uno más del mundo. En ese momento, se oyó un aplauso por la plaza. Me di la vuelta y vi que una persona me estaba aplaudiendo. Se le unieron varios grupos que habían estado escondidos a su lado y al momento mucha más gente apareció en la plaza, todos aplaudiéndome.

Al día siguiente volví al colegio hasta que me crucé con unos ancianos que empezaron a alabarme por mi éxito de ayer. Seguidamente vinieron tres corredores que me felicitaron por mi actuación. Ahora ya nadie se reía, hacía gestos o burlas hacia mí. Ahora me saludaban como a uno más. Tras mi experiencia se me ocurrió algo con lo que poder ayudar a gente con incapacidades.

Al volver por la tarde, me encaminé a un parque con un martillo y un cincel y en una roca enorme que había allí, grabé las siguientes palabras:

«Todo lo que te propones lo puedes lograr. No tengas miedo a perder porque así es como se aprende a ganar.«

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